Sorprendió tal vez la entrada con la obertura mozartiana –que sonó muy
compacta y áspera y muy poco mozartiana, por cierto– en un programa
extenso e intenso como el que se proponía en la estrellada noche –pausa
al fin en el habitual aguacero de las últimas semanas– del viernes.
Entendemos que el programa pretendía subrayar una evolución estilística
que, sin embargo, resultó un tanto innecesaria y distractiva.
El plato fuerte de la noche fue el concierto brahmsiano, que no por muy
escuchado deja nunca de cautivar los corazones, en especial si la
interpretación es exquisita. En este sentido, la intervención del
violinista griego Leonidas Kavakos, que con su mera estilizada presencia
y gestualidad constituye ya un placer para los sentidos, supuso una
aportación gloriosa que bien puede decirse sin exageración que es de lo
más brillante que se ha escuchado en la Sala Argenta en los últimos
tiempos. No vamos ahora a ensalzar las cualidades técnicas del
violinista ateniense, sobradamente conocidas, pero lo cierto es que en
la velada del viernes su Stradivarius sonó especialmente atinado,
derrochando un fraseo exquisito, una afinación impecable, unas entradas
sencillamente perfectas y unos pianísimos y fortes encantadores. Su
hondo conocimiento de la obra resultó más que evidente, ofreciendo al
auditorio –que por desgracia aplaudía a destiempo—una versión delicada
mas no empalagosa, con un cierto punto de muy grata y elegante
austeridad. Kavakos, en este sentido, logró casi eclipsar a la orquesta,
como un violinista mágico que hubiera sustraído en un sortilegio nuestra
atención total.
La OSRB logró en cierto modo desquitarse en la segunda parte del
concierto, tras una pausa quizá excesiva de quince minutos en una noche
larga per se, con la mentada sinfonía schubertiana. Jurowski optó
por una lectura brillante, sonora, clasicista más que romántica, con un
peso importante de la sección de metal en detrimento de una cuerda más
adelgazada. El director ruso, además, escogió el respeto a la totalidad
de repeticiones de la obra, con lo que esta se fue prácticamente a la
hora de duración. Jurowski, impetuoso aunque al tiempo detallista desde
el comienzo, fue reservándose para el potente y majestuoso
allegro vivace final, donde dio alas a contrastes y a un
bello colorido que había estado conteniendo hasta el momento.
Cabe comentar que, dada la un tanto incomprensible ausencia de
programas de mano, no estaría de más que el Palacio se ocupara de
sobretitular las obras para guiar al público –o a un sector del mismo– y
evitar confusiones y desconciertos, además de pantallas de móvil
iluminadas aquí y acullá para seguir lo que en escena acontece.