PASEO POR LOS INSOMNIOS DEL MIEDO

Singular es la propuesta que realiza el dramaturgo británico Martin McDonagh en El hombre almohada, que hemos tenido la ocasión de ver en la Sala Argenta del Palacio de Festivales dentro de su programación de otoño. McDonagh es bien conocido, también, por sus propuestas en el plano fílmico: la trepidante Tres anuncios en las afueras tuvo hace apenas cuatro años una excelente acogida de público y crítica. Traemos a colación esta referencia porque precisamente nos parece que El hombre almohada adolece en algunas partes de su desarrollo de una carencia cinematográfica, de una necesidad imperiosa de manifestarse en ese lenguaje especial que solo en la pantalla es capaz de traducir ciertas situaciones. Por otra parte, El hombre almohada es profundamente literaria y hasta dramática en otros pasajes diversos. Y es que quizá el intríngulis de esta obra radica precisamente en ser una suerte de mezcla de géneros que la hacen atractiva a ratos, incoherente otros. 
David Serrano es el encargado de dirigir esta ficción que alude a los totalitarismos, al maltrato infantil, a los traumas que resurgen cuando menos los esperas, a la posibilidad de elegir el curso de tu destino o incluso la moneda con que pagar tu existencia, a la importancia de la creación por encima de la realidad, a la metaliteratura y sus fantasmas, a la pervivencia de la obra más allá de la vida o biografía de su autor. Todos estos asuntos, no siempre fáciles de conciliar, se resuelven creando una superposición de géneros y tonos: teatro y narración breve, tragedia y comedia, monólogo e hipérbole, proyecciones y teatro de máscaras… McDonagh plantea tal vez demasiadas cosas en poco tiempo —a pesar de las dos horas y media que dura el espectáculo— y desde una heterogeneidad de atalayas que acaba por distanciar a un espectador un tanto fatigado de transitar corredores con excesivos recovecos. A pesar de ello, hay momentos de sensibilidad extrema, que se concentran en especial en los cuentos que la protagonista, Katurian Katurian, con un nombre duplicado de evidente simbolismo, narra en escena, bien monológicamente, bien a través de su representación con intervención de voz en off.
Serrano opta, con la propuesta de Ricardo Sánchez Cuerda, por una estética forense, como de sala de autopsias o torturas, que a su vez tiene un punto de desolación, de devastación. Es una elección interesante y acertada, que además de limpia y elocuente resulta eficaz. El uso de música y proyecciones es comedido y también atinado, y resulta asimismo ingenioso el empleo de las máscaras para introducir más personajes en escena sin necesidad de incrementar el elenco de actores, al tiempo que se crea una sensación de salto temporal. 

Menos nos gustó la versión del texto y el desempeño de los intérpretes: poco pulida la primera —pródiga en imprecisiones léxicas, producto de una inadecuada traducción, y en reiteradas expresiones malsonantes totalmente prescindibles— y poco verosímil el segundo. Y es que ninguno de los cuatro actores logró estar a la altura de lo que se esperaba de ellos, al menos en una obra de semejantes características. Belén Cuesta como Katurian es la mejor, sin duda, y la que lleva el mayor peso en la obra. Alcanza instantes conmovedores pero no logra penetrar en el alma de los cuentos terribles que desgrana. Su hermano Michal, representado por Ricardo Gómez, exagera unos tics que, de nos estar tan presentes, nos hubieran perfilado un personaje mucho más rico e inquietante. Manuela Paso (Tupolski) y Juan Codina (Ariel) como policías de turbio pasado se columpian entre el horror, el chascarrillo y el taco con absoluta falta de pudor, despojando a sus personajes de una deseable intensidad. 

Con todo, El hombre almohada supone, en su paseo por los insomnios del miedo, un montaje de interés indudable y una de las piezas clave de la programación de esta temporada.