EL MISTERIOSO SECRETO DE MADAME BOVARY

Cuando Gustave Flaubert escribió la sórdida historia de Madame Bovary en 1856 no era inusual que los autores repararan en anécdotas reales para darles forma literaria. Esa suerte de inspiración ha gozado de una cierta continuidad en los años posteriores, y especialmente en el siglo XX ha resultado muy fructífera. Chismorreos, crónicas de prensa y legajos judiciales han constituido la fuente principal que ha venido abasteciendo semejantes relatos, en los que la atención a la ¿verdad? exigía una relativa atalaya de índole periodística. A Flaubert, que era hijo de forense, tal modelo estético-estilístico le hubiera encajado como anillo al dedo para diseccionar a sus personajes, pero lo cierto es que, si ha habido un escritor que más se haya alejado de este paradigma, ese ha sido precisamente el novelista de Ruan, que se jactaba de que la verosimilitud de un relato no debía buscarse en los artificios de su autor —en el instrumental con que se descuartiza a los cadáveres— sino en la ausencia de vestigio alguno de su creador, del mismo modo que la presencia o la huella de Dios no está presente en las maravillas de la Naturaleza. Así es como Flaubert ha sido comparado con una suerte de poeta del relato precisamente en una novela que bien podría haberse prestado al más insolente prosaísmo.
Como es sabido, Madame Bovary existió, con otro nombre, en el entorno de Ruan, y más tarde en el de Yonville. Se ha especulado mucho con la identidad real de Emma Bovary, investigándose el entorno afectivo e incluso sexual de Flaubert, a partir de ciertos detalles íntimos que este incluye en la novela y que pueden rastrearse en sus propias cartas personales. Pero a pesar de la profusión de teorías al respecto, parece que la definición de Emma Bovary arranca de la jovencísima Véronique Delphine Delamare, de soltera Couturier, segunda esposa del médico Eugène Delamare, quien a su vez había sido discípulo en Ruan, precisamente, del padre de Flaubert. Véronique Delphine cautivó con sus diecisiete años a Eugène, que además era viudo y se dejó aconsejar por su hermana acerca de la conveniencia de contraer matrimonio para llevar un hogar ordenado. Poco sospechaba Delamare que no iba a ser orden ni concierto lo que iba a penetrar en su casa con la presencia de Delphine: por lo que parece, la muchacha se dio a una vida más lujosa de lo que su esposo podía permitirse, sumado ello a su inmersión en una vida «licenciosa». Debemos tener en cuenta que en el contexto del siglo XIX, una vida licenciosa en una mujer podía consistir en tomar un amante al margen del matrimonio; una calificación, por otra parte, extraordinariamente cínica, pues no era en absoluto infrecuente que, en el seno del matrimonio, mujeres aburridas y hombres más o menos «ocupados» se dieran a la exploración de unos límites del deseo —ese instinto fieramente humano— que el lazo conyugal amordazaba expresamente. En el caso de Delphine, los amantes debieron de ser dos o tres, pero en cambio fueron más graves los dispendios económicos en que incurrió. Todo ello la condujo a una situación de desesperación difícil de eludir, no hallando Delphine, con veintiséis años, otra solución a sus males que el suicidio con una sustancia adquirida en la farmacia de Yonville, regentada por un sinuoso farmacéutico. El caso pronto adquirió dimensiones escandalosas y apareció en la prensa de la época. Parece que, además de conocer a Delamare de primera mano por su relación profesional con su padre, Flaubert tuvo acceso a los recortes de prensa que detallaban el desdichado suceso, que tuvo lugar en 1848 —año de revoluciones—.

Flaubert describe con profusión el dolor de Eugène —Charles en la novela— por la muerte de su joven esposa, las órdenes expresas que da de que sea enterrada con el blanco vestido y los blancos zapatos con los que contrajo matrimonio en un féretro de roble, y este en uno de caoba y este a su vez en uno de plomo. Eugène-Charles juega a las muñecas rusas con la muerte, en un intento desesperado, tal vez, de sustraer el joven cuerpo al filo forense de la Parca. Flaubert incide con exagerado detallismo en el entorno del cementerio de Yonville, en la cuesta que conduce a los lechos definitivos de los vecinos, de los amigos, de los familiares.

Sin embargo, en el cementerio de Ry, pueblo cercano a Ruan, encuentra hoy el viajero dos lápidas: una dedicada a Eugène Delamare, pues fue allí donde el entristecido médico dio también fin prematuro a sus días, y otra contigua, posterior, de 1990, encargada por la Federación Nacional de Escritores de Francia, consagrada a la memoria de Emma Bovary. En este minúsculo pueblecito de Normandía hay incluso un museo dedicado a Madame Bovary. Pero en realidad, la mención a Delphine Delamare es una placa conmemorativa, no una lápida original. La placa no indica que allí reposen los restos de Véronique Delphine. Pero tampoco hay placa o mausoleo dedicado a ella en Yonville. ¿Dónde descansa Emma-Delphine? 

Flaubert fue interrogado asiduamente sobre múltiples aspectos asociados a su novela, y siempre se negó a dar datos certeros; siempre adujo que Madame Bovary era de su entera invención y que la novela en tanto género es una ficción que aspira únicamente a aprehender la realidad. Con su muerte en 1880 en Croisset, Flaubert se llevó a su propia tumba el misterioso secreto de la sede eterna de Emma Bovary.