El caso es que la noche del viernes estuvo protagonizada por la Fantasía escocesa para violín concertante de Bruch, con Bell y su maravilloso Stradivarius insuflando vida a unos pasajes folclóricos en su justa medida. El violinista norteamericano, obviando sus mediáticas intervenciones a un lado –quién no recuerda aquella suerte de performance en el metro, realizada para dejar en evidencia el esnobismo que rodea muchas veces el ámbito de la música clásica—, dejó bien claro por qué es uno de los grandes en el panorama actual, aunque no sea precisamente frecuente verlo en nuestro país. En plena madurez artística, Bell se decantó por una interpretación detallista, exquisita, con un fraseo delicioso y una gama dinámica admirable. Resultó muy bonito su diálogo con la excelente arpista de la orquesta y, en líneas generales, su rigor expositivo sin renunciar a la dulzura. Fue muy aplaudido aunque, por fortuna, no ofreció propina.
La segunda parte de la noche quedó bien ornamentada por la excelente versión de la Cuarta de Bruckner, en la que Gilbert puso de manifiesto por qué la NDR es una de las grandes orquestas del momento, cuyas diferentes secciones fluyeron en un empaste espléndido. La calidez de la madera parecía abrazar al auditorio y los metales lucieron su extremadamente pulcra categoría. Gilbert condujo al conjunto con firmeza, obviando quizá algún detalle que hubiera precisado mayor serenidad en beneficio de un sonido más altisonante, pero haciendo que el resultado fuera inspirador, como si una nueva e ilusionante etapa nos esperara a la salida de la sala: una suerte de amanecer inesperado, un saludo a una nueva mañana en el mundo.