MOZART FRENTE A LA DORMICIÓN DE LOS AGENTES CULTURALES

 

Cuando Mozart compuso, a instancias de su amigo Schikaneder, La flauta mágica, le acechaban dos grandes enemigos: las deudas –de las que mal que bien iba recomponiéndose precisamente en ese año de 1791—y, sobre todo, la muerte, que le asestaría el golpe final en plena juventud y apenas transcurridos unos meses desde el estreno de la obra. Parece increíble hoy que alguien en semejantes condiciones fuera capaz de abordar una composición con la temática de La flauta mágica surcada por algunas arias específicamente esplendorosas (quizá la más sutil sea el «Ach, ich fühl’s» de Pamina y la más impresionante la celebérrima «Der Hölle Rache koch in meinem Herzen» de la Reina de la Noche) y unos personajes que, lejos de protagonizar unos meros hechos más o menos inverosímiles caminan hacia el engrandecimiento del espíritu. Pues, vista desde fuera y sin mayor detenimiento, La flauta mágica podría antojarse poco más que un cuento para niños con papeles psicológicamente poco perfilados en los que la fuerza dominante es un mero ejercicio de enfrentamiento entre las corrientes del bien y del mal. Nada más lejos de la realidad. No en vano, La flauta mágica actúa como un perfecto espejo de algunos de los valores más consustanciales a la masonería, de la que Mozart era devoto practicante hasta el punto de que sus últimos seis años de vida estuvieron dominados por su defensa y práctica efectivas, aunque ya con anterioridad había dado muestras de simpatía hacia el movimiento francmasón en su vertiente más luminosa e ilustrada, apartada de la facción menos intelectual y más adicta a la superchería con la que aquella convivía. Si la masonería persigue un cultivo humanista e intelectual de la personalidad y una difusión de tales ideales entre sus próximos, en el caso de Mozart tal propósito no podía llevarse mejor a cabo que precisamente a través de la música. Y no siendo la obra de Mozart precisamente liviana en ninguna de sus manifestaciones —ni siquiera en las más aparentemente ligeras—, es obvio que el genio salzburgués no iba a desperdiciar la ocasión de adaptar su ópera final a la exhibición del ideario con el que llevaba conviviendo estrechamente en sus últimos años; en particular, la propia obertura de la ópera contiene una obvia alusión al número tres, que sugiere en la masonería el comienzo de la ceremonia de iniciación.

Así pues, 230 años más tarde de su estreno, no es de extrañar que La flauta mágica nos siga atrayendo y conmoviendo como al parecer ocurrió en su propio tiempo, aunque también es verdad que existen noticias contradictorias al respecto. Y es que, si bien la ópera no gozó de una espléndida acogida en sus primeras representaciones, sí que resulta indiscutible que llegó al fin a convertirse en un éxito de público que imprimió algo de alegría a las últimas semanas de vida de un compositor maravilloso cuyo extraordinario don fue apreciado de modo desigual a lo largo de sus viajes y relaciones. En su precioso libro sobre el desplazamiento de Mozart a Praga para hacerse cargo de la puesta en escena de su Don Giovanni, Eduard Mörike pone de manifiesto precisamente esta oscilante y no infrecuentemente cuestionada admiración entre sus coetáneos. El Mozart despreocupado, de cabellera desordenada y casaca de grandes y teatrales botones suscitaba por igual la pleitesía y la distancia, y solo algunas mentes preclaras eran realmente conscientes del fenómeno sobrehumano y, sin embargo, tan frágil, que tenían la ocasión irrepetible de presenciar o escuchar. Mörike retrata a la perfección este asunto en esa concentrada pero certera reflexión que se trasluce en la joven cabeza de la novia Eugenie, mientras esta escucha uno de los pasajes del Don Giovanni: «De repente se le volvió tan cierto, tan terriblemente cierto, que aquel hombre se estaba consumiendo rápida e irrevocablemente en sus propias brasas y que no podía ser más que una aparición fugaz sobre esta tierra, pues esta no era capaz de soportar el exceso que de él emanaba».

El caso es que La flauta mágica —aun calificada como singspiel, una suerte de ópera cómica o «menor»— nos presenta en su suceder una serie de personajes que de un modo u otro se desdoblan en su camino hacia la perfección —o hacia la perdición—, ofreciendo un caleidoscopio de acciones que oscilan entre lo comprensible y lo reprobable. La terrible Reina de la Noche es una fuerza del mal que destila manipulación y venganza y, sin embargo, exhibe en algún momento su vena maternal en un mundo que, como bien recogió Goethe, está abocado a la desaparición. Sarastro es una suerte de sacerdote maléfico y un tanto cínico que resultará victorioso en la contienda y que, en cambio, mostrará su carácter admirable al acoger a Pamina y facilitar su iniciación y la de Tamino en el camino de la mejor masonería. Una obra tan simbólica había de contar con un contrapeso que facilitara la digestión del público y su sonrisa: Papageno, el hombre pájaro, el hombre rústico que representa el envés de la sofisticación del intelectual y enamorado Tamino.

Los medios para poner en escena La flauta mágica no tienen por qué ser excesivos, y así quedó patente en la recentísima producción que la Ópera de Oviedo ha ofrecido a modo de celebración mozartiana y postcovidiana. Siendo evidente que los recursos con que se contaba no eran sobrados tras un año de recortes generalizados a todas las iniciativas culturales, la capital de la comunidad autónoma asturiana sigue dando ejemplo de que programar ópera de forma habitual en una ciudad no grande no es una entelequia. Es verdad que se emplearon decorados reaprovechados de una producción anterior y que el vestuario no fue precisamente una expresión del mejor gusto escénico, pero musicalmente fue una noche disfrutable, en especial en lo orquestal, con Lucas Macías dirigiendo con soltura y buen sabor mozartianos a la Oviedo Filarmonía. El elenco vocal mostró desigualdades, mejor resueltas por los personajes masculinos que por los femeninos, pero fue aplaudido, junto a la correcta intervención del coro —por favor, que les quiten ya las absurdas mascarillas—, en una ovación solidaria entonada en pro de la supervivencia y necesidad de la cultura —y en particular de un espectáculo total como lo es el operístico— en nuestras vidas.

En Santander seguimos ignorando, al parecer, estos nobles sentimientos, amparándonos en una ficticia imposibilidad de retomar la producción lírica por no sabemos muy bien qué limitaciones crematísticas con que desde determinadas posiciones se pretenden hacernos comulgar y que resultan de todo punto inverosímiles. Va siendo hora de que quienes dormitan en sus cargos pensando que el público de Cantabria es mentalmente discapacitado vayan despertando y, abrazando o no el estímulo de la masonería, se decidan a «entrar en esa buena noche» de la programación arriesgada, digna y a la altura de nuestras comunidades limítrofes.