Gran acierto ha sido por parte del Palacio de Festivales en la concepción de su nueva temporada incluir algunos espectáculos que se salen de la habitual programación digestiva preparada para consumo masivo. Y es un acierto no solo por lo que en sí implica esta elección, sino porque también supone la posibilidad para un determinado público de tener acceso a ciertos títulos y formatos que de otro modo, al menos en Santander, nunca conocerían.
En este caso, el pasado sábado se ha podido ver un plato fuerte —un Shakespeare siempre lo es—, en particular un Rey Lear, a cargo de la compañía andaluza Atalaya y bajo la dirección de Ricardo Iniesta. Un montaje muy premiado aunque no precisamente novedoso, por cuanto lleva ya muchos años de gira a las espaldas; algo que por otra parte no es malo para quien no haya tenido ocasión de verlo y que, por otra parte, conlleva por parte del elenco actoral un dominio absoluto de lo que se traen entre manos.
En El Rey Lear están presentes muchos temas muy queridos para el cisne de Avon: las apariencias en los afectos, la traición intrafamiliar, las luchas fratricidas por el poder, el precio de la escalada social. Los personajes componen un abanico de intrigas, desconcierto, maldad, perversión, pasión, padecimientos. La resolución del conflicto siempre adquiere un ribete clásico directamente derivado de la tragedia griega más humana: el fatum acaba por imponerse por encima de las acciones, viles o encomiables, de los hombres; la soberbia —la hybris— es implacablemente castigada; la locura es un elemento decisivo en el devenir de la acción; lo grotesco y lo terrible se funden, provocándonos una mueca de sonrisa horrorizada.
La de Lear no es una tragedia fácil. En realidad, el planteamiento es sórdido: un padre debe atisbar entre la veracidad de los sentimientos de sus hijas para repartir su reino. Quiere oír sus palabras de amor porque la muerte le ronda. El amor —el supuesto amor— se premia con dinero, con posesiones, con privilegios. Queda ahí muy poco espacio para el honor. Cuando todo tiene un precio, lo mismo se compra que se vende.
Atalaya hace una apuesta muy arriesgada en que funde un texto recortado y retocado que, sin embargo, sabe quedarse con lo esencial, aunque tal vez pueda resultar un tanto complejo para quienes no conozcan los detalles extendidos de la historia. Se opta también por una puesta en escena coral, con todos los personajes en escena prácticamente a lo largo de toda la obra; dos horas en que las interpretaciones se aliñan con una música específicamente adaptada por Luis Navarro —no siempre con igual fortuna— que contribuye a implantar un ambiente tenebroso a la acción pero también a su mismo desarrollo, creando un entorno natural oscuro, tormentoso y hostil. Resulta interesante que el papel de Lear lo lleve a cabo una mujer, Carmen Gallardo, que hace gala de una poderosa capacidad de convicción. El resto del elenco está a gusto en sus desempeños y lo transmite adecuadamente. Cabe apuntarse, no obstante, una cierta precipitación en la declamación de algunos pasajes que dificultan su audición, aunque este problema —el de su deficiente acústica— estuvo bastante generalizado en toda la representación, en especial en las filas más traseras de la Sala Argenta.
La compañía Atalaya hace diana total en el concepto escénico, jugando con unas rústicas y pesadas mesas que funcionan como tales, y asimismo como puertas o ventanas, como aposentos, como tumbas… Una limpieza absoluta a la que, no obstante, se exprime la totalidad de sus posibilidades y lo mismo a los movimientos de los personajes en las tablas, sabiamente conducidos por Juana Casado. La iluminación de Alejandro Conesa es espléndida y lo mismo cabe decir del vestuario de Carmen de Giles, fastuoso y harapiento en su justa medida.
Todo termina —mal, como la vida misma— con una siniestra, contundente y peculiar versión de la Canción del Frío purcelliana. Al final, el hombre es un mero gusano, como avanza Gloucester hacia la mitad de la obra. Un gusano ciego —como los pálidos seres de Beckett— que se debate en las convulsiones de su propia e infinita incertidumbre.