En sus retratos siempre aparece
como un hombre adusto, de perfil severo y mirada penetrante. El Giotto o Sandro
Botticelli, en especial, nos lo presentan laureado y con el intelecto fijado en
algún lugar del infinito. Son muchos los datos que conservamos de Durante —más
conocido por el hipocorístico «Dante»— Alighieri desde un punto de vista
biográfico público, pero muchos menos los que pudieran arrojar luz sobre sus
vivencias más íntimas y personales. Al fin y al cabo, el rostro de un hombre es
la conjunción de sus avatares más expuestos y de los acontecimientos que lo
atormentan en la trastienda de su alma. Tal vez por eso nos causa mayor
curiosidad saber qué le ocurría a quien con treinta y cinco años escribió que «en
mitad del camino de la vida en una selva oscura me encontraba, porque había
extraviado mi rutina».
De Dante contamos con
documentación sobrada acerca de sus orígenes familiares notables pero
económicamente ajustados; de su extraño —por precoz— matrimonio con la también
jovencísima Gemma Donati en torno a los doce años de ambos; de su amistad con
el gran poeta Guido Cavalcanti; de su extraordinaria formación cultural y
latinista en Bolonia, la de los largos pórticos; de la alineación de ambos
esposos, ya adultos, en bandos políticos distintos en la convulsa Florencia de
su época; de los cargos públicos ocupados por Dante y su subsiguiente expulsión
de su amada ciudad natal a raíz precisamente de su compromiso político con los llamados
«güelfos blancos», bajo pena de muerte inmediata en caso de retorno; de sus diversos
viajes y de su extinción final en el exilio, en Rávena, a causa de la malaria
con solo cincuenta y seis años de edad. Todos estos datos y muchos otros pueden
encontrarse minuciosamente detallados en el libro Dante, recientemente
publicado —hace apenas un mes, justo a tiempo para conmemorar el 700
aniversario del fallecimiento del «poeta sumo»— por el historiador medievalista
italiano Alessandro Barbero, y que puede leerse en castellano en la
editorial Acantilado en traducción de Marilena de Chiara.
«Nel mezzo del cammin», en
efecto, se encontraba Dante a nivel personal e incluso temporal. Al fin y al
cabo, los tortuosos episodios que el poeta vivió se inscribían en el contexto
de un cambio de siglo (con su exilio inaugurará Dante el Trecento) y de un
cambio de patrón cultural e intelectual que comenzaba ya a esbozarse y que justamente
en el siglo posterior acarrearía el abandono definitivo de los estertores de la
Edad Media para entrar en el albor pleno del Renacimiento. Dante ya vio las delicadísimas
obras de Cimabue, Giotto o Pisano, y fue capaz de alumbrar la nueva lengua
italiana en su esmalte más precioso: el dolce stil novo (será precisamente
Dante quien dé lugar a su definición, a partir de aquel verso suyo inmortal del
Purgatorio: «Di qua dal dolce stil novo ch’
i’ odo»: «Del dulce estilo nuevo que yo oigo»). Esta
peregrinación conceptual y existencial se refleja a la perfección en su obra
máxima, la Comedia a la que autores posteriores tildaron de Divina
y en la que, más allá de la turbadora bienvenida que le realiza Virgilio al
mundo de los muertos, cautiva su visión platónica del sentimiento amoroso, por
la que traza la contemplación angélica de la amada, de la «mujer que tiene
la inteligencia del amor». Tras esa visión late la imperecedera visión de
Beatriz, la fémina ideal que el poeta vio a sus tiernos nueve años de edad, y
que murió prematuramente con veinte. Sea como fuere, Beatriz, su jovencísima
guía celeste, le hizo concebir uno de los itinerarios más conmovedores de la
literatura y también de los más innovadores, en cuanto asombroso constructo de
ciencia ficción.
Es seguramente esta audaz combinación la que ha convertido a la (Divina) Comedia en inagotable fuente de inspiración para artistas, escritores e incluso cineastas. La mano alucinada de William Blake trazó 102 bellísimas ilustraciones para la obra del poeta florentino, seguramente las más hermosas y sugerentes de cuantas han pretendido reflejar los episodios de amor, culpa, castigo o redención del monumento dantesco. T. S. Eliot, enamorado absoluto de Dante, llegó a evocarlo en su Tierra baldía en aquel pasaje en que los trabajadores se apiñan en el puente de Londres para acudir a sus míseros trabajos de oficina (con referencia concreta al celebérrimo verso «No creí que la muerte hubiera abatido a tantos») e incluso parafraseó un par de versos concretos de la obra («Se exhalan suspiros, cortos e infrecuentes»). En la obra maestra de la escultura concebida a dos manos por Auguste Rodin y Camille Claudel que es La puerta del Infierno, el influjo de Dante (aunque no solo) es evidente, así como en la apasionada El beso, inolvidable pareja que representa precisamente la unión adúltera de Paolo Malatesta y Francesca de Rímini más allá de la muerte, y que se perpetúa en la sección más dulce del Infierno. En el cine, la Divina comedia ha conocido traslaciones más o menos literales (como la de 1911 de Bertolini y Padovan, que toman como referencia las ilustraciones ad hoc de Gustavo Doré), metafóricas (como la de Godard, Nuestra música, de 2004) o incluso profundamente transgresoras (según vemos en el desarrollo final de La casa de Jack de Lars von Trier, de 2018, que reproduce ni más ni menos que el descenso a los infiernos de su protagonista valiéndose de una peculiar representación de los correspondientes cantos, sazonada además con personajes salidos de la obra de Delacroix, La barca de Dante). El psicópata Jack de Trier no logra evadirse del Infierno, a diferencia del Dante, que finalmente, al traspasar el centro de la Tierra, consigue dejarlo atrás. «E quindi uscimmo a riveder le stelle» («Y salimos a ver de nuevo las estrellas») es el verso hermosísimo que lo libera, y a nosotros con él, otorgándonos un pasaje a la esperanza.