En verdad fantástica fue la
velada que este miércoles nos ha deparado el Festival Internacional de
Santander con la presencia de la elegantísima violinista alemana, Anne-Sophie
Mutter, acompañada de su habitual pianista de cabecera, Lambert Orkis, en un
programa tan atractivo como exigente, que progresa cronológicamente desde el
Mozart más introspectivo (representado por su Sonata para violín y piano en
mi menor, KV 304), pasando por un Beethoven de transición musical y secular
(con su Sonata para violín y piano núm. 5, conocida como «Primavera»)
hasta llegar al más arrebatado Cesar Franck (el de su monumental Sonata para
violín y piano en La Mayor).
De la Sonata KV 304
sabemos que fue compuesta en el viaje que Mozart realizó con su madre a
Mannheim y París con la pretensión de incrementar su estipendio. A cambio, el
genio salzburgués regresó con muchos gastos a cuestas y con solo la muerte de
su madre en el haber. La sonata consta de dos movimientos en los que predomina
la obvia gracia mozartiana, pero impregnada de un espíritu extrañamente serio.
Mutter hizo gala de un dominio total de ambos registros: ejemplar en las
entradas más suaves, como una bailarina con zapatillas de seda, e implacable en
los pasajes más agitados, con un arco seco en alguna ocasión pero inexorable en
la exposición de los momentos más arduos y más sombríos. Musicalidad extrema,
expresividad suma, apabullante dominio técnico, fueron los caracteres de su
Mozart, pero fueron igualmente los del resto del repertorio abordado. Con un
rubato quizá muy marcado en algunos momentos, supo sin embargo la alemana
convertirlo en su personal sello, de manera que transformó cada pieza del
repertorio en única: más allá de la partitura, Mutter nos mostró «su» Mozart,
«su» Beethoven, «su» Franck. Y no fueron simples lecturas: fueron auténticas
propuestas exquisitas y personalísimas.
En la sonata de Beethoven quedó
bien patente la deliciosa contaminación mozartiana que acepta el monstruo de
Bonn, quien no obstante va encontrándose a sí mismo de manera evidente en el énfasis
discretamente dramático del adagio, para adquirir un tono más jovial en
el scherzo y en el precioso rondó final, que recoge el guante
mozartiano de nuevo y con ello el espíritu total de la obra. Se trata de una pieza
muy querida y conocida por Mutter, y quedó muy patente en su interpretación
casi autoritaria, sin tacha alguna, subrayando colores y contrastes, haciendo
alarde al tiempo de unos cierres sorprendentemente alígeros. Una delicia.
La maravillosa sonata de Franck,
obra maestra de su género, era el plato fuerte de la noche y resultó, tal vez,
el menos brillante en interpretación. El norteamericano Lambert Orkis, espléndido
pianista de cámara de bonito fraseo, y que fue un templadísimo acompañante
durante toda la noche, sufrió aquí las dificultades impuestas por la partitura del
compositor belga. Por su parte, Mutter aceleró demasiado el tempo, y aunque
no por ello se resintió su capacidad técnica vertiginosa, ni su natural
alegría, sí resultó más perjudicado el lirismo intrínseco de la obra.
La jornada fue merecidamente
ovacionada, y los músicos dispensaron una bonita propina: una obra de John
Williams, Nice To Be Around, para terminar con una aceleradísima primera
Danza Húngara de Brahms de evidente despedida.
(Fotografía de Pedro Puente Hoyos)