LA MÁS LIMPIA BELLEZA


Inmensa la belleza y la valentía de Lucía Lacarra en su nuevo espectáculo, Fordlandia, representado este jueves en el Festival Internacional de Santander, a pesar de que no acabamos de entrar por completo en el concepto propuesto de danza – música – arte visual, ni en algunas de sus concretas realizaciones. En todo caso, fruto del aislamiento impuesto por el confinamiento, que tantos artistas resolvieron —alguno no pudo o no supo— en formas diversas, la bailarina guipuzcoana ha planteado una suerte de itinerario intimísimo —tanta intimidad a veces impresiona, incluso duele— en que se examina a sí misma, a la evolución de su cuerpo y su rostro, a sus sentimientos, a su sentimiento amoroso interferido por la distancia, a la propia sensación de asombrada soledad que emana de los escenarios forzadamente vacíos.

El espectáculo se articula a través de la propuesta de cuatro coreógrafos (Anna Hop, Yuri Possokhov, Juanjo Arqués y Christopher Wheeldon), que trabajan con cuatro compositores de lenguajes muy diferentes (Chopin, Sviridov, Jóhannson y Pärt), y que a la vez modelan un material grafico procedente del propio universo espacial y espiritual de los bailarines: Lacarra y, en menor medida, Golding. De este trabajo emergen unas proyecciones que reflejan el entorno anímico de los artistas, como ya se ha descrito, y asimismo una serie de escenarios naturales reales aunque hilvanados con carácter en cierto modo imaginario, posibles en esa distopía que fue Fordlandia (aunque bien podría haberse llamado de cualquier otro modo).

El espectáculo ensalza sin descanso y con justicia la cristalina belleza del baile de Lucía, en las que siempre han sido sus enseñas distintivas: su gesto etéreo, sus extensiones imposibles, su sensibilidad inimitable, su sofisticada naturalidad. Lacarra huye del artificio escénico logrando con ello, paradójicamente, pasajes de imborrable complejidad. Su dominio técnico a estas alturas no solo es indiscutible, sino que se mantiene intacto, progresando tal vez hacia una expresión cada vez más individual e interiorizada, en que Goldwin (bailarín del Het Nationale Ballet) la comprende perfectamente aunque solo se permite acompañarla como únicamente es posible acompañar a un dulce sueño.

La proyección de imágenes, muy elocuente en algunos momentos, más prescindible en otros, es un ramillete de propuestas sin conexión aparente. Con frecuencia, los bailarines reproducen en escena o complementan lo que se ve en pantalla, pero no siempre ocurre así. Hay ocasiones —especialmente en la primera mitad del espectáculo— en que predominan demasiado las proyecciones, y las largas transiciones, sobre la presencia táctil de los bailarines. Los echamos en falta, y cuando aparecen y al fin escuchamos sus anheladas zapatillas sobre el suelo, lo tenue de la iluminación difumina en exceso sus cuerpos y la delicadeza de sus movimientos. La pieza «Fordlandia» soluciona este problema con una sencilla pero hermosa utilización de una gasa que inunda el escenario aportando luz y simulando los movimientos del mar, aunque probablemente la pieza estrella de la noche sea «After the Rain», a partir del conocidísimo Spiegel im Spiegel de Pärt, mucho mejor iluminada, que seduce desde la propia desnudez de Lucía (una lisa malla color nude simula exquisitamente la ausencia de vestidura alguna) hasta el reflejo y encuentro y atracción y separación y regreso a la atracción de dos cuerpos en estado de absoluta gracia lírica, que logran conmover hasta la lágrima.