LA CARAMBA QUE NO FUE

No son infrecuentes últimamente los rescates más o menos escenificados de figuras de la música que en siglos pretéritos tuvieron una relativa relevancia. Se trata de un género a caballo entre el teatro y la música —en ocasiones incluye también la danza— que produce resultados bastante desiguales y, por desgracia, no siempre loables, a pesar de lo cual proliferan con demasiada asiduidad e invariablemente en casi todos los festivales de convocatoria anual. Es lamentable decir que en la noche del domingo el FIS tuvo en su aún corto recorrido una de sus noches menos afortunadas —no hace falta esperar al resto de la programación— con uno de estos pastiches, dedicado en esta ocasión a la tonadillera ‘La Caramba’, cantante de vida más corta que sus méritos, si hacemos caso a las crónicas de su tiempo, allá por el siglo XVIII.

El problema de estos espectáculos es que la música se queda corta y los recursos escénicos resultan paupérrimos, porque lo que pretende ser muchas cosas a la vez acaba por no ser ninguna. A ello se añade que este tipo de propuestas deberían celebrarse en entornos reducidos, porque un espacio como el de la Sala Argenta no puede cubrirse con diez músicos diseminados por aquí y acullá, que para colmo tocan instrumentos antiguos y en la parte más retirada del escenario.

Y créase que sentimos mucho decir esto, porque acudimos con interés al espectáculo, confiando precisamente en el que suele ser buen criterio general de los Zapico (Forma Antiqua), y salimos más que escaldados. Si no cabe hacer grandes reproches a la interpretación instrumental propiamente dicha —aunque el exceso de entusiasmo condujo a pasajes farragosos—, hay que subrayar la reiteración insostenible de piezas que, por su idéntico patrón —la tonadilla, precisamente—, produjeron una profunda sensación de constante déjà-vu, tan solo aliviada por la inserción de un fandango de Álvarez Acedo y un par de movimientos sinfónicos de José Castel. 

Pero mucho peor fue la intervención de la interpelada Caramba, a cargo de la soprano María Hinojosa, cuyo gracejo se supone que debíamos admirar y cuyo insistente vibrato y pésima dicción, en cambio, nos sumieron en la más completa oscuridad auditiva, privándonos del timbre delicioso y de las bromas intencionadas que al parecer tanta fama le otorgaron a la diva en su día. Este problema prosódico, muy comentado a posteriori por todos los asistentes al espectáculo, se podría haber solucionado con unos funcionales sobretítulos, que para eso existe una pantalla al efecto. Pero no. 

Por su lado, según criterio del director escénico Pablo Viar, la narradora Yolanda Diego, que salía a escena de cuando en cuando para ambientar la deriva biográfica de la homenajeada, con un vestuario terrible, un micrófono mal colocado y a recitarnos unos párrafos de la Wikipedia, no contribuyó a mejorar la situación.

Se entiende que el Festival necesita optar por la variación en sus propuestas para no ceñirse estrictamente a lo musical, algo que con sinceridad aplaudimos, pero debe verificarse muy bien previamente lo que se acepta, porque ya es el cuarto patinazo de este género que presenciamos en los tres últimos años.


(Fotografía de Pedro Puente Hoyos)