Con la Budapest Festival Orchestra,
bajo la dirección de Ivan Fischer, ha terminado la 70 edición del Festival
Internacional de Santander. Una clausura ciertamente singular, con un programa
poco convencional y bastante diversificado, que otorgó evidente preeminencia a
la música francesa (Milhaud, Ravel, Satie, Poulenc), para acabar con una pieza
muy propia, del compositor húngaro Zoltán Kodály.
La BFO es una orquesta amplia y no
exenta de aliento festivo. Ello se aprecia en su disposición y en su modo de
afrontar las partituras. Fischer no les fue en zaga y se presentó en el
escenario del Palacio de Festivales entregado de antemano al espíritu en cierto
modo celebrativo de una sesión de clausura. No obstante lo cual, hemos de decir
que quizá ni el repertorio ni los modos encajaron demasiado bien en el carácter
de cierre de un Festival, sino más bien en el de una grata jornada de
programación de primavera; apreciación esta, por otra parte, que puede
entenderse como enteramente personal.
La obra de Milhaud, El buey en el
tejado, es una pieza alegre, irónica, desenfadada, que muestra influencias
de múltiples ritmos transoceánicos (de hecho, surgió a raíz de una estancia del
compositor en Brasil) y que ya desde su estreno fue bastante discutida. Oída
hoy, sigue causando esa impresión de mixtura excesiva aliñada con ligereza y al
tiempo con algún aporte chopiniano más severo. Su escucha no es imprescindible
para el oyente actual, aunque la BFO la abordó con entusiasmo, subrayando muy
bien sus diferentes aires de danza y su impronta popular.
El programa se acomodó un poco mejor a
las circunstancias de la noche con la acometida del Concierto para piano y
orquesta en Sol Mayor de Ravel, aunque en esta obra también se detectan
influjos jazzísticos. Se trata de un concierto con dos movimientos ligeros de
apertura y cierre que encierran una gran joya en su centro: su adagio assai.
Todo el concierto en realidad supone una oportunidad extraordinaria para el
lucimiento de sus solistas (fagot, arpa, trompa). En esta ocasión, fue Dejan
Lazić el pianista que se hizo cargo de las importantes partes para piano. El
instrumentista croata se involucró mucho en la interpretación (incluso
gestualmente, tal vez en exceso) e intentó dar con la clave de la lúdica
artillería raveliana del adagio mencionado, lográndolo en unas ocasiones
más que en otras. Lazić exhibió bonitos contrastes pero, en general, se decantó
más por la intensidad que por la captación del concepto, resultando pasajes
secos, ajenos a esos calculados desajustes que Ravel quiso introducir en su
obra. Su presencia fue muy aplaudida y regaló al auditorio una propina: una de
las danzas de estilo búlgaro de Bartók, de su obra Mikrokosmos.
El concierto prosiguió su andadura
con la orquesta ya sin piano, curiosa y precisamente abordando a Satie. La
ejecución quiso ser delicada pero sonó carente de las sutilísimas matizaciones
de estas exquisitas obras (Gymnopedie 1 y Gnosienne 3), “lenta y
dolorosa” y “melancólica” respectivamente, en palabras textuales de su
compositor. Así, su carácter original de danzas atmosféricas quedó
inevitablemente diluido en la masa demasiado compacta de la orquesta.
Al fin, es evidente que donde mejor
desplegó sus cualidades la BFO fue en la pieza final de su paisano, el húngaro
Kodály, cuyas Danzas de Galánta fueron muy bien perfiladas en su carácter
folclórico por las diferentes secciones de la orquesta, que desplegó la
brillantez total de su sonido. A su término los músicos fueron ovacionados, y
sorprendieron al público adoptando varios de los instrumentistas una
disposición coral que nos obsequió con una alegre canción popular de Dvorák.
(Fotografía de Pedro Puente Hoyos)