A pesar de la fecha aparentemente
poco propicia que se les había asignado dentro de la programación, el concierto
de los hermanos Isata (piano) y Sheku (violonchelo) Kanneh-Mason ha constituido
sin duda una de las grandes citas del Festival Internacional de Santander.
Jóvenes, británicos y de color —una conjunción por la que estamos seguros que
han pagado algún peaje, pues el de la música, como otros mundos, no es ajeno a
las actitudes menos nobles—, los Kanneh-Mason brindaron una velada deliciosa en
interpretación, atípica en repertorio y espiritualmente conmovedora, en un
programa tremendamente exigente. Tras el fin de la noche se hizo patente el
prolongado trabajo de conjunto en que sin duda han venido curtiéndose estos
intérpretes para ofrecer lo que en la noche del viernes pudimos escuchar: un
concierto de auténtico lujo, con música de Rajmáninov (dos de las 14
Romanzas, op. 34) como un singular oasis en mitad de un programa de música
británica: Bridge (su Sonata para chelo y piano H. 125 y algunas piezas
más breves: su Canción de Primavera núm. 2, H. 104, su Melodía para
chelo y piano H. 99 y su Scherzo H. 19a) y Britten (Tema Sacher
y la célebre Sonata para chelo y piano, op. 65).
La sonata de apertura de Frank
Bridge nos colocó ante una obra ingente, compuesta precisamente en los años de
la PGM. Es una obra en cierto modo circular, en que Bridge alumbra un tema
memorable en la primera parte que vuelve para cerrar la segunda en esplendor
total. El Allegro bien moderato y el Adagio ma non troppo
resultaron exquisitos, balanceados, intensos, como un himno salvaje y elegante
al tiempo. Isata tocó, con la ayuda de un joven pasapáginas, en perfecta compenetración con Sheku.
A tan excelente comienzo siguió
el Tema Sacher, dedicado por el compositor británico al director suizo Paul Sacher, en una traslación musical de las letras de su apellido. Una obra maestra de apenas dos
minutos, en la que dominan las cuerdas dobles, estrenada en su día por Rostropóvich,
y en la que Sheku brilló sin desmayo.
Con Rajmáninov, Sheku e Isata se
abrieron camino a través de dos de las 14 sonatas —por cierto, también datadas en
el periodo de la PGM— del maestro ruso, uno de los grandes posrománticos
europeos, introduciendo con ello una cierta calma en el contundente programa
ejecutado hasta el momento. Aquí los Kanneh-Mason exhibieron su vertiente más
intimista, haciendo gala de un entendimiento memorable y de una notable
delicadeza, en los que es realmente difícil separar la evidente entrega de
Sheku del dominio virtuosístico pero surcado de exquisita comunicación de
Isata.
Tras calentar nuevamente al
auditorio con tres ligeras pero espléndidas piezas de Bridge, se atacó —y no
empleamos en balde esta palabra— el plato fuerte de la noche, la sonata de
Britten, quien no en vano fue discípulo de Frank Bridge. La op. 65 es una
sonata potente, implacable, sorprendente, avasalladora, con pizzicati
deliciosos y deudas con la antigua música gamelán. Rostropóvich pidió
expresamente al genio inglés que compusiera una obra para él y el resultado fue
esta pieza fastuosa, datada en los primeros 60. A estas alturas del concierto
el arco de Sheku estaba bastante maltratado por la tarea precedente, pero ello
no fue óbice para que hiciera gala de una brillantísima interpretación en la que dejó muy subrayada la expresividad de los pasajes elegiacos de la obra. Isata,
por su parte, es una pianista de raza y bordó con su hermano las partes
dialogantes, llegando incluso a «disputar» con él en el apabullante movimiento
final, Moto perpetuo —por cierto, tributo a Shostakóvich, pues
mutuamente se admiraban—.
La noche nos dejó emocionalmente
extenuados por su intensidad. La inspiración, simpatía y profesionalidad de los
Kanneh-Mason fue justamente aplaudida, quienes en inteligente obsequio nos
regalaron con una alígera canción de Rajmáninov de apenas dos minutos: Z’des
khorosho, una lágrima palpitante en el cielo de una noche triunfal.
(Fotografía de Pedro Puente Hoyos)