LA LECTURA INFINITA


Hace apenas un par de semanas leía el librito recién aparecido de mi admirado Roberto Calasso, Cómo ordenar una biblioteca. La historia de la lectura está cuajada de grandes practicantes que han hecho alarde de sus, en mayor o menor medida, bien surtidas bibliotecas. Qué decir de Borges, que presumía no de los libros escritos sino de los leídos, y que acuñó en su relato esa preciosa expresión –la biblioteca de Babel– a modo de divina utopía, de inabarcable horizonte emocional. Alberto Manguel ha escrito sobre libros y bibliotecas en innumerables ocasiones, e incluso describió en unas no lejanas páginas el dolor que le supuso desmantelar y trasladar la suya desde el pequeño paraíso medieval de Mondion, donde amorosamente la tenía albergada: Mientras embalo mi biblioteca es el título de su elegía, en clara referencia especular a las reflexiones breves pero certeras de Walter Benjamin en su inverso Desembalo mi biblioteca. Así pues, siendo común entre los devotos de los libros la ostentación de sus volúmenes acumulados (calidad, número, ejemplares únicos, ediciones primeras o especiales…), me llamó la atención la manifestación que hace Calasso, quien al parecer envuelve sus libros en una cubierta parcialmente opaca de pergamino para hurtarlos al curioso indeseado (visitantes de su domicilio, periodistas, fotografías imprevistas…) y asimismo como forma de sobrevivir él mismo a ellos, de no sentirse invadido por los títulos y de obligarse a reconocerlos con el tacto, más allá del sentido de la vista. Calasso alude también en su reflexión al método de ordenación de la biblioteca, que para él pasa por una referencia indiscutible: Aby Warburg y su teoría del “buen vecino”.

Mencionar a Aby Warburg es desplegar un sinfín de facetas en relación con el mundo del libro y, sobre todo, con la experiencia lectora. Baste decir que ya desde su adolescencia, con solo trece años, pactó con su hermano menor una cesión de todos sus derechos familiares como primogénito a cambio de disponer siempre de fondos para nutrir sin límites su entonces incipiente biblioteca. Después de ese pacto vinieron muchos viajes a lugares singulares (llegó a convivir durante seis meses con los indios navajos), estudios múltiples en universidades de toda Europa, la especialización en el Mundo Clásico y en el arte del Renacimiento y la configuración en la cabeza de Aby de un concepto de cultura tan inmenso, tan fractal, que sobrepasaría con mucho cualquier artefacto de ciencia ficción. Simplificando muchísimo el asunto, la teoría del “buen vecino” que evoca Calasso consiste en la idea warburgiana de que un libro se asocia por una serie de imanes misteriosos a otros muchos libros, no necesariamente (o más bien casi nunca) de la misma época o lugar. Diferentes disciplinas y corrientes de pensamiento y civilizaciones y experiencias estéticas confluyen sin cesar, de modo que al buscar algo en un libro lo encontramos de mejor modo y ampliado en otro, junto al que pacíficamente convive en el mismo estante. En ese magma asombroso y abductor del conocimiento no hay lugar para las clasificaciones convencionales del orden alfabético o las nacionalidades o los temas. No en vano, dejándose arrastrar por esta intuición extraordinaria, Warburg alumbró una biblioteca muy similar a un panóptico (incluso en su propia disposición física, de inspiración kepleriana), en la que regían como en una esfera cósmica y de forma entrecruzada cuatro elementos ordenantes con múltiples cordones invisibles: imagen (Historia del Arte, Historia Antigua, Arqueología, Arte moderno), palabra (Lenguas y Literaturas, transmisión de los Textos Clásicos), orientación (Religiones Occidentales y Orientales, Filosofía) y acción (Cultura, Sociología, Historia, Esoterismo, Ciencia). Este universo de palabras era de uso y disfrute estrictamente individual. En principio. Hasta que en 1921 se convirtió en el Warburg Institute, un centro de investigación, por consejo de su amigo, el historiador Fritz Saxl.

El pensamiento de Warburg es fascinante, magnético, caótico y delirante; también el producto de una mirada auténticamente genial que siempre bordeó el filo de la locura. Precisamente cuando Saxl le sugirió la apertura al público de su biblioteca con fines investigadores, Warburg sufrió una crisis nerviosa por la que hubo de ser internado en un centro psiquiátrico y tratado durante tres años. Es comprensible que permitir que unos extraños invadan los más recónditos rincones de tu trastienda intelectual sea verdaderamente traumático. Pero ese mismo delirio que poseyó la mente desesperada de Aby Warburg seguramente habitaba entre sus propios anaqueles. Así lo percibió Ernst Cassirer al poner sus pies en el recién abierto Instituto de investigación, adonde acudió para rematar su gran Filosofía de las formas simbólicas, y de allí salió tan asombrado como aterrorizado: “Todos aquellos libros no mostraban ni la diligente paciencia del bibliófilo coleccionista ni el asiduo trabajo de un simple erudito. Se trataba de una infinita cadena de libros que parecía rodeada por el hálito de un mago que se hallara suspendido sobre toda la biblioteca como una ley prodigiosa. […] Esta biblioteca es peligrosa. Tendré que evitarla por completo, o podría quedarme aquí preso durante años; esta no es una mera colección de libros, sino una colección de problemas”.

Ligado al destino de los libros aparece inexorablemente el afán de destrucción, como bien ha ilustrado Fernando Báez en su clásico Historia universal de la destrucción de los libros. En este caso, como si de un auténtico relato de intriga y espionaje se tratara, la gran creación warburgiana logró escapar al fuego que los nazis le tenían reservado gracias a una maniobra de Fritz Saxl, que logró un acuerdo con la University of London para trasladar en secreto los más de 60.000 libros de Warburg a unas instalaciones específicamente dispuestas para ellos en el muy literario barrio de Bloomsbury (en la actualidad ese fondo ha ido creciendo hasta alcanzar los 360.000 volúmenes). Cuando los barcos de vapor Hermia y Jessica llegaron al Reino Unido con su preciado cargamento corría el invierno de 1933 y Aby Warburg ya había muerto, apenas cuatro años antes. Quién sabe cuánto más hubiera sufrido viendo partir por mar su biblioteca en un entorno tan incierto. Pero la estela de su huida y puesta a salvo no fue estéril: intelectuales de la talla de Wind, Panofsky, Gombrich, Ginzburg o el mismo Cassirer siguieron sus huellas. Hoy, en el Día del Libro, y gracias a Aby Warburg, sabemos que el ser humano es mayor, más infinito y más humano cuantos más y más libres son sus libros.