AMPULOSA CLAUSURA


Si la 69 edición del Festival Internacional de Santander ha acusado una cierta e inevitable extrañeza por el difícil contexto en que se ha desarrollado, su jornada de clausura no constituyó precisamente una excepción. Del programa previsto, en el que la Orquesta Nacional de España volvía a ser protagonista tras la mozartiana jornada del sábado, hubo que descartar la presencia del maestro David Afkham, que se vio sustituido a última hora por el director cántabro Jaime Martín. Afkham ya había pisado la Sala Argenta del Palacio de Festivales en enero de este mismo año, en una velada que, dadas las circunstancias, se nos antoja hoy extraordinariamente lejana.

Así pues, en este tiempo que no ha sido propicio a las conmemoraciones ha quedado un tanto desdibujada la efeméride del genio de Bonn, aun cuando su Segunda y Quinta Sinfonías eran las llamadas a poner el excelso broche de clausura. Ese peculiar clima, no obstante, no desentonaba demasiado del igualmente peculiar contexto en que nació la Segunda de Beethoven, con la plácida ciudad de Heiligenstadt como retiro emocional para un compositor abatido por la intuición del avance implacable de su sordera. La Segunda, estrenada en una suerte de maratón musical en que participó el propio compositor, fue poco comprendida por la crítica de su tiempo y aún hoy sigue estando en la zona de sombra dentro de la ingente producción beethoveniana. Sin embargo, posee un encanto singular que anticipa la saludable belleza de la más reconocida Pastoral. Una ONE visiblemente adelgazada abordó el programa sin desmayo bajo la batuta de Martín, quien puso más énfasis en las luces que en las sombras de la partitura, creo que en la sana intención de subrayar la voz de la esperanza en tiempos desolados. Quizá por ello este opus 36 perdió algo de su intimismo umbrío y de su encantadora sencillez en beneficio de un discurso más altisonante, aun sin prescindir de algún paisaje inspirado — como la cándida comunión de flauta y cuerdas del Larghetto. El Allegro molto con que se redondea la obra participó si cabe con mayor entrega de ese espíritu despreocupado.

La Quinta Sinfonía en do menor, opus 67, continuó con el iter abierto por su precedente en el programa. A la par que muy conocida e interpretada con suma frecuencia, es propensa al exceso por su ímpetu narrativo natural, y lo cierto es que esta noche lo fue, con tempi acelerados y primacía del volumen desde la dirección, en detrimento de limpieza expositiva. A pesar de ello, la orquesta mostró su calidad ya en el Allegro con brio, exhibiendo la cuerda y el viento un sonido compenetrado y compacto e incisión y brillantez en trompetas y trompas. El majestuoso Andante con moto nos dio un breve receso de lirismo que redundó en la belleza de la cuerda y en su limpio contrapunto con fagot, flauta y oboe. El exceso pasional fue incrementándose de nuevo hasta desembocar en un explosivo Allegro-Presto, con Martín entregado a enfatizar el desempeño de cada sección de la orquesta con movimientos enérgicos. Los elocuentes y característicos pizzicati de este movimiento abrieron la puerta al fantástico y espiritualmente demoledor pasaje final, en que la orquesta fue sumida con arrojo y redoblada sonoridad, en búsqueda de una felicidad menos transparente que ampulosa. En todo caso, la noche quería ser de cierre y celebración y gozoso consuelo, y así se sintió desde el patio de butacas con un tenaz aplauso que despidió el FIS con el anhelo de una futura edición más venturosa.