Aun estando muy próximas en el tiempo, el aliento de ambas sinfonías es distinto, algo que quedó muy claro en la ejecución de los músicos galos. La 39, de pronunciado espíritu haydniano, se acometió con absoluta suavidad, tanto en el primer movimiento, inusualmente lento, como en su transición ya al segundo, el cauteloso Allegro, todo ello con reconocibles ecos de obertura barroca a la francesa. La sedosa cuerda característica de Les Musiciens envolvió con un rumor acuático la prominencia exquisita de los clarinetes en el brioso y estilizado Menuetto, para acabar encaminándose hacia un Finale jugoso y concentrado en un solo tema muy desarrollado, con refinados y a ratos casi lúdicos diálogos entre los diferentes instrumentos de la sección de cuerda. La 41, por su lado, es una sinfonía de pulso más vigoroso, y Minkowski se decantó por una lectura marcadamente pasional antes que contemplativa, llevando a los músicos a un ritmo endiablado que estos, evidentes virtuosos, seguían con expresión gozosa. A pesar del ‘tempo’, a veces rápido en exceso, la respuesta de flauta y oboe a los violines se dibujó con meridiana transparencia. El Andante alcanzó un equilibrio lírico y encantador que se prolongó en la cuidadosa atención a los contrastes más dramáticos del tercer movimiento. El esperado Molto allegro final, audaz propuesta que fusiona las formas de sonata y fuga, presentó un rico despliegue de temas a partir de un motivo de Fux bien familiar a Mozart. Minkowski se entregó a una minuciosa exhibición de todas las posibilidades tímbricas —ciertamente muchas y excelentes— de la orquesta. La coda final, que rescata los temas en un formidable contrapunto, supone un más que sugerente pórtico para el magistral desarrollo que imprimirá Beethoven a la forma sinfónica.
Les Musiciens du Louvre son una orquesta fabulosa que, aparte de su sonido compacto, colorido y brillantísimo, su compenetración total y su exquisito balance (el viento metal, siempre tan difícil, es también espléndido), nos ofrecen el valor añadido de escuchar música con ese tacto particular de los instrumentos de época. Minkowski es un director seguro y entusiasta que exprime al máximo todas las secciones de la orquesta. Su Mozart de la noche venérea fue tal vez un poco traidor al espíritu del genio salzburgués, aportando un aire más fastuoso que solemne, de auténtico Júpiter tonante, deudor seguramente del arrebato del barroco que con justicia ha encumbrado a los del Louvre durante años. En todo caso, ha sido el mejor concierto de este Festival atípico en el que el propio Minkowski confesó en inglés al auditorio —por otra parte escaso, una pena— que era el primero que abordaba tras un desafortunado ramillete de cancelaciones. Afortunados quienes estuvimos.