¿EL REGRESO DE LA CULTURA?

El cielo que huye
Veo el vídeo que sirve de presentación a Karma, el último disco de nuestro internacional compositor Lucas Vidal —premio Goya y Emmy—, aunque esta vez como autor de su propia música, no al servicio de una banda sonora cinematográfica. Curiosamente, el vídeo, inscrito en un sorprendente género electrónico que no obstante concede relevancia a la intervención de elementos orquestales clásicos (violín, clarinete, piano, trompeta), en el que interviene como bailarina María Pedraza, se rodó hace justamente un año, cuando todos —o unos cuantos— éramos un poco más felices, antes de que sospecháramos siquiera lo que nos acechaba a la vuelta de un semestre. La canción se llama Run —Corre— y es una liberación metafórica de un confinamiento mental (https://youtu.be/6qHbZRBzHy4). Una bailarina de ballet clásico se encuentra encerrada en su cuarto, entrenándose y observando el entorno a través de unas gafas de realidad virtual. El artefacto le devuelve la imagen de una mujer —ella misma— en una discoteca; acaba por abandonar el local y sale a un exterior de hormigón desangelado, gélido, desnivelado, con barandillas y escaleras que impiden el acceso a lo que se aprecia más allá de la azotea: el horizonte puro y desnudo. En un baile desenfrenado que exhibe sin pudor la clausura emocional interior que sufre su protagonista, esta corre y danza y ríe sin cesar a través de calles y paisajes —hay una escena nocturna muy bergmaniana— en una suerte de catarsis que la conduce al objetivo final: una hermosísima explosión de estrellas hacia la que alarga la mano extasiada sin conseguir, no obstante, tocar una sola de ellas, como atrapadas en su belleza cósmica tras un cristal inexpugnable. Al tiempo, la bailarina real alarga su mano y toca el bajo techo estanco de su habitación. Persisten el abismo y el encierro. ¿Adónde quieren ambas —ella— llegar? ¿De qué se quieren liberar? O mejor: ¿qué libertad les está vedado alcanzar?

La Ninfa tras la máscara
El «Lamento della Ninfa» de Claudio Monteverdi, dentro de su Octavo Libro de Madrigales Guerreros y Amorosos, es una de las composiciones más hermosas de la historia de la música. Recuerdo un vídeo un tanto dramático interpretado por la soprano Anna Prohaska, en que la Ninfa era apresada y confinada en un psiquiátrico (https://youtu.be/XHRjvK9syQc). El amor seguramente es una peste, y su expansión y contagio se curan con encierro, en tanto el desamor cultivado a conciencia es la única vacuna conocida hasta la fecha. El Collegium 1704 y el Collegium Vocale 1704, espléndidas formaciones instrumental y vocal dirigidas por Václav Luks, han ofrecido su versión adaptada a estos tiempos de confinamiento no sé si metafórico, pero sin duda real, en que los dos tenores, el bajo y la soprano mantienen una más que prudencial distancia de seguridad y cantan con mascarilla. La límpida voz de la soprano Hana Blažíková no parece verse afectada por el artilugio —negro, por más señas— que confina, a su vez, la delicada emisión de sus desdichas amorosas. Luks hace un trabajo impecable y suponemos que la técnica, con las previsibles superposiciones sonoras, respalda todo para que la exquisitez de la audición persista inalterada (https://youtu.be/d9bIV6Ls6JY). Y sin embargo produce una angustia indescriptible ver a la ninfa envuelta en un tul negro y a su boca de riguroso luto. De repente me doy cuenta de que la obra de Monteverdi se percibe condicionada por unos elementos externos que, a pesar del cuidado estético casi irreprochable con que han sido concebidos, alteran el espíritu original de la obra. No, no escucho el lamento de la ninfa, sino una suerte de réquiem por el disfrute secular de la cultura. ¿Es el comienzo del silencio? «Taci, taci».

El espectáculo invertido
En su imprescindible Homo Ludens planteaba Huizinga la inversión de papeles en la gran tragicomedia que es el mundo. La asistencia a la apertura de los teatros ha tenido su dosis de burla y de perverso traspaso de roles, una especie de totum reuolutum en la relación de dramatis personae. En algunas butacas tu compañero de asiento era un muñeco. Podía haberse optado, si se quería mantener distancias saludables, por dejar butacas vacías: la ausencia puede constituir desolación o alivio. Pero siempre existe un genio que ilumina un nuevo negocio, que es como decir un nuevo espectáculo. Y así es como ha resultado que el espectáculo se ha trasladado al patio de butacas, en lugar de ubicarse en su lugar correcto: el escenario. Mientras en las tablas se imponía una lejanía desproporcionada, los muñecos y las máscaras se diseminaban entre los asientos destinados al público. De sí decía Descartes que «avanzaba enmascarado» (su célebre laruatus prodeo) «como actor que se esconde tras su máscara». En la nueva normalidad, los actores retroceden escudándose tras las máscaras del público. Malos tiempos, pues, para el teatro. ¿O tal vez no? ¿Nos acostumbraremos a que todo suceda en la frágil trinchera de la cuarta pared?
En los conciertos se eliminan los programas (se suponen superpoderes cognitivos a la mayoría de los espectadores) y se decreta el uso de máscaras para público… y músicos. Incomodidades evidentes aparte, los intérpretes que están en la sección de viento metal o viento madera hacen por fuerza una sección en su máscara para poder tocar: volvemos nuevamente a la cucharada de aceite de ricino, al carnaval de los asesores de protocolo sanitario (por fortuna, no se les ha ocurrido aún envolver en plásticos los instrumentos: no pasemos por alto que, por ejemplo, una flauta destila sus correspondientes secreciones salivares). Por supuesto, tampoco el director de orquesta saluda al concertino. Se impone el aislamiento en el atril y dirigir a la antigua: sin batuta, peligroso transmisor en seco. Aplausos con aroma a gel hidroalcohólico premian finalmente el esfuerzo loable de los músicos.

El no regreso
En La decadencia de Occidente escribe Spengler: «Cada cultura posee nuevas formas de expresión que nacen, maduran, se marchitan y jamás vuelven». Spengler era un matemático sociópata que alumbró su gran obra a partir del miedo: miedo a entrar en una habitación con gente o en un establecimiento, miedo a rozarse con parientes, miedo a los extranjeros, miedo a la desnudez de las mujeres. Spengler vio en 1912 cómo se hundía el Titanic y seis años más tarde publicó su gran obra con aquella catástrofe simbólica como inevitable referencia sensorial. Parece obvio que una nueva forma de cultura acaba de nacer en este año, no del cultivo —su raíz natural— sino del temor y el desconcierto. Si la cultura tradicional fue siempre excusa de proximidad y gozo de compartir, la «nueva culturalidad» encierra al individuo y lo transforma en un ser cauteloso y distante; ni siquiera elitista: solo informe. La unión del terror y la cultura se antoja un venéfico oxímoron que no augura precisamente «tiempos interesantes» sino una lacerante reconstrucción del individuo. Pero es sabido que el sueño de la sinrazón produce monstruos.