En este año nos tropezaremos con él una vez más como quien reencuentra a un viejo y amado conocido. El Festival Internacional de Santander, que tantas noches de su larga trayectoria ha dedicado a las obras del «sordo genial», dedica su incierta convocatoria de este verano al músico de Bonn. Es obvio que su presencia se va a hacer aún más notable que de costumbre, no ya por el homenaje explícito, por la celebración de la efeméride en sí que supone el tricentenario de su nacimiento —aunque en realidad hasta mediado diciembre no se cumple el tiempo real del fasto—, sino porque en una programación modificada y más reducida en este 2020 por razones obvias, la proliferación de su obra va a quedar más que patente. Si ya el pasado año la programación del Festival pareció un anticipo intensivo de la celebración beethoveniana —apenas hubo día en que no figurara en repertorio, siquiera fugazmente—, este año toca dar la puntilla y cerrar con un relativo monográfico no muy imaginativo, en que tienen cabida las sinfonías —no una integral, por cierto, que por una vez, y sin que sirviera de precedente, hubiera podido hallar su sentido: ¿y por qué no dar cabida incluso a alguna lectura menos convencional, más recoleta y con criterios historicistas como la hermosa de Immerseel con sus Anima Eterna?— y también la música de cámara —como de costumbre, representada en medida más discreta, con algunas muestras de música vocal más intimista y los siempre bienvenidos últimos cuartetos—. Este año hubiera podido ser también óptimo para dar una oportunidad al Fidelio, esa extraña y breve «ópera» que desconcertó al público de su tiempo y cuyo espíritu tan bien supo captar Furtwängler ya en el siglo XX al acercar su aliento al de una misa y definirla como una «llamada a la conciencia». Pero no, seguimos sin ópera en el Festival y acudiendo a las programaciones más seguras y habituales.
Del mismo modo que la historia de los grandes hechos suele residir en sus más nimios detalles, la biografía de las personas intensas se reduce a un puñado de recuerdos, sensaciones y vivencias que suelen custodiarse de manera silente en algún remoto lugar de la memoria o, si hay más suerte, en algún altillo de donde los rescata algún curioso aficionado al polvo o las arañas. En el caso de Beethoven, quiso la suerte que Stefan Zweig, bien conocido por su afición a las subastas en su incansable persecución de el (irrecuperable) mundo de ayer, lograra hacerse con un escritorio que había formado parte del mobiliario de la cámara última del compositor de Bonn, y en cuyos cajones —sus cerraduras convenientemente forzadas— aparecieron sus últimos instrumentos de escritura musical, algunas notas relativas a lo que él entendía como su inminente entierro, observaciones cotidianas más o menos banales, cartas de caligrafía temblorosa y… retratos. En particular, los retratos de dos de las mujeres que más amó entre las muchas, muchísimas, que también amó, sin perspectiva alguna de éxito: Giulietta Guicciardi y Marie Erdödy. La Guicciardi le había inspirado la Sonata quasi una fantasia o su celebérrimo Claro de luna, aunque estas composiciones no lograron retener a su amada a su lado, antes bien, únicamente sirvieron para enriquecer el bolsillo del principal amante de la caprichosa condesa de negra cabellera. Por su parte, de Marie Erdödy, pianista de cierto renombre, sobresale en su retrato la fogosidad de su mirada y el aparatoso tocado con un medallón romántico con que quiso que pasara a la posteridad quien así la inmortalizó. Si cuando Satie murió se encontraron en su desván miles de cartas sin abrir, en el caso de Beethoven ocurrió justamente lo contrario: escribía epístolas que nunca enviaba, quién sabe si por miedo a no recibir respuesta o, simplemente, por ser escritos que se dirigía a sí mismo en la inabarcable magnitud de su silencio. Esos textos se custodiaban en ese buró de Beethoven que Zweig conservó en su casa de Salzburgo hasta que finalmente tuvo que deshacerse de él con el avance del nazismo, en su huida transcontinental, dejándolo en las óptimas manos de Charavay, famoso coleccionista francés.
Esa escritura casi secreta de Beethoven encajaba a la perfección en su propio modo de ser, desdeñoso incluso con sus propios protectores, huraño por físico, modales y carácter. Según pasaban los años, y cada vez más encerrado en sí, como un minotauro enfermo en su callado laberinto, admiraba la serena dimensión de la naturaleza. Así llegó a admitir que con mucho prefería un árbol a un hombre; esa tendencia a la sencilla sabiduría del labriego preside de forma obvia su sexta sinfonía, Pastoral, a pesar de su declarado y constante amor por el refinamiento del Mundo Clásico. Más tarde, apenas mediada la cincuentena y ya en la intuida antesala de la (in)mortalidad, inmerso en esa soledad sonora tan devastadora cual inconmensurable, brotarán sus cuartetos últimos, que marcan un antes y un después en la música de cámara de todos los tiempos. Aflora en ellos la luz del alma del músico atormentado por la soledad que, no obstante, es capaz de dejar muy atrás el sufrimiento y elevarse en un éxtasis que, como un río de poderoso caudal, nos arrastra con él hasta una inimaginable liberación.