FICTICIA VENTANA AL INFINITO

Hace no demasiados días comentaba con alguien cercano que la idea de cultura es como la de respeto o la de sensatez: algo con un sustrato muy encomiablemente elemental, en apariencia aprehensible por todos, pero cuyos meandros respondían en realidad al concepto del mundo que alberga cada individuo. La prueba irrefutable la constituye el hecho de que existen prácticamente tantas acepciones de cultura —o respeto o sensatez— como sujetos. La irrupción inesperada de una crisis en nuestras vidas, máxime de una crisis de proporciones relevantes, lleva a pensar que esas ideas preconcebidas sobre nuestros pilares mayores han de experimentar por fuerza alteraciones. Las propuestas inmediatas a este sentimiento —casi necesidades, diríamos— que con mayor fuerza se han expresado son, tal vez, la de un mayor diálogo con lo que nos rodea (las cosas próximas e inadvertidas, la naturaleza), la de un cambio en los modos de relacionarnos con el mundo (que pasa básicamente por un acceso mayor o más fácil a determinados elementos que lo integran, acceso que viene facilitado sobre todo por el empleo de las nuevas tecnologías) e incluso una modificación en el paradigma de lo cultural con la inclusión de una ¿nueva? —realmente muy atávica— perspectiva, que es la de la feminidad. 
La paradoja de los grandes cambios es que acarrean grandes retrocesos: el sabio Lampedusa lo denunció con pluma irrevocable en su irónico El Gatopardo cuando hablaba de que todo debía cambiar para volver al lugar en que se hallaba previamente. Las propuestas que pretenden mejorar nuestras vidas tras nuestra fugaz pero intensa crisis de civilización —pues esto es lo que hemos vivido y no ha hecho más que comenzar: la crisis de los cimientos de la civilización occidental— pasan por un volitivo confinamiento emocional tras las ventanas ficticias al infinito. Hemos compartido fotografías de flores perfectas sin olor; hay quien ha comprado más que nunca por internet; los alumnos se han acostumbrado a que sus conocimientos, lejos del peculiar y adictivo aroma que emanan los libros y la voz de sus profesores, se les dispensen desde un rincón del hogar de docentes convertidos en funámbulos; las miradas al arte se han digitalizado y detallado tanto que nos hemos quedado en la sinécdoque, en la parte por el todo, y en especial sin el temblor que irradian la tela o la madera; la esperada voz de la mujer ha quedado reducida a lo anecdótico, pues la virtualidad también posee sus mecanismos de control patriarcal. De todos los materiales que configuran el mundo y los sueños solo el cristal de las pantallas o los dispositivos móviles parecen albergar la salvación. 
Viejos sabios como Ordine o grandes filósofos como Agamben están tocando a réquiem, nos previenen contra los peligros de la «nueva normalidad», ese absurdo sintagma que designa el peligro del aislamiento perpetuo, el retroceso a lo más ingrato de la vieja normalidad, experta en domeñar al individuo. Hace más de veinte años, cuando leí La corrosión del carácter, de Richard Sennet, me turbaron sus páginas de inquietante visionario. Dos décadas, el imparable abandono de la cultura tangible y un virus súbito han convertido su ciencia-ficción en una pesadilla en la que lo único que ha quedado claro es que vivimos en una sociedad en que lo más apetecible es mantenerse distante, recauchutado y solo. Qué extraña conclusión. No se necesitaban tantos siglos para esto.