EL HOMBRE DEL ÚLTIMO PISO

De Cioran sabemos mucho y sin embargo sabemos poco más que nada: anécdotas de sus extravagancias protagonizadas en los lugares y con los personajes más dispares (a veces injuriaba a sus amigos, otras ensalzaba a un mendigo que se acababa de encontrar en la calle), testimonios de sus destemplanzas (para él todo libro debía ser necesariamente «una herida» y sus contestaciones, siempre improvisadas, lejos de una premeditada insolencia, no solían ser precisamente complacientes), constancia de su perpetuo nihilismo (su desmedida querencia por el suicidio, de herencia materna, le condujo a no confiarse a nada y al tiempo a no consumar nunca esa suerte de atracción letal precisamente por prolongar el disfrute de su no consumación), su arrebatada concepción del amor («una felicidad de furioso», como llegó a definirlo con precisa e intensa expresión).
De Cioran sabemos además que frecuentaba a tres amigos entre otros varios, en especial a Ionesco, a Michaux y a Beckett, al cual además admiraba. Con Beckett no solo compartía su afición por los cementerios (Cioran visitaba con asiduidad el Père Lachaise y Beckett los describía con minuciosidad —cómo olvidar el comienzo de Primer amor—), el whisky (o más bien Beckett la compartía con él, pues era su generoso proveedor, dado que el rumano no podía permitirse comprar las botellas) y un inusitado fervor por la literatura que conducía a ambos a evitar hablar de ella. No obstante, ambos profesaban un declarado amor por Jonathan Swift y sus Viajes de Gulliver, que con razón consideraban una obra cumbre de la literatura universal. Beckett, que apreciaba en especial y con razón el episodio de «El país de los Houyhnhnms» fue, precisamente, quien descubrió a Cioran que Joyce había confesado su ausencia de devoción por Swift y ello constituyó una decepción enorme para Cioran, del mismo modo que tiempo atrás lo había elevado a los cielos el propio descubrimiento de Bach y el consuelo que su música le procuraría durante toda su vida.
De Cioran sabemos que amaba deambular por París como un clochard, olisqueando la filosofía que aguardaba en los recodos de las calles, y que no hallaba inconveniente en resguardar su minúsculo cuerpo y su cabellera incontrolable en una buhardilla con ecos de tonel de Diógenes en la que, sin embargo, no tenía miedo a que nadie le quitara el sol, porque pocos —salvo algún que otro osado, como Savater, en los remotos tiempos en que era Savater— trepaban a visitar al «hombre que vivía en el último piso». 
De Cioran sabemos también que cultivó una cierta admiración por este país nuestro llamado España, del que en este tiempo mísero y hostil, «propicio al odio», hubiera renegado con ardor, pero que en su momento le atraía justamente por la inercia de su inanición tras haber sido el imperio que fue; un pesar que, según él, el español supo transformar en elegía propia. Curiosamente, Cioran merodeó por Santander y su entonces homónima provincia en los años 60, preguntándose por nuestro paisaje y su razón de ser. De ser así. 
De Cioran sabemos, por supuesto, que escribió, que escribió mucho y bien, a veces con desapego, como en sus diarios, reciente e íntegramente publicados por Tusquets; otras, las más, y desde las cimas de la desesperación, manuales de antiayuda, breviarios de podredumbre, notas convincentes sobre la inconveniencia de haber nacido que arrastraron a más de una generación. He leído a algún crítico hace escasos días calificar a Cioran de impostor. Es sabido que los críticos somos insignificantes. De Cioran sabemos que sabía eso también y que por ello fue toda su vida un funámbulo alejado de los salones en que los impostores reciben otros nombres más gratos; un funámbulo irrepetible, un equilibrista errante por los húmedos canalones del sobrevivir.