Es sabido que el minúsculo Arnold Schoenberg fue siempre un personaje controvertido y excéntrico, de difíciles relaciones personales, dadas las naturales peculiaridades de su carácter —por otra parte no tan extrañas en la Viena de entresiglos—. Pero, sin duda, una de las singularidades que parecieron perseguirle desde su nacimiento y hasta el mismo día de su muerte fue su pavor manifiesto al número 13 y sus múltiplos o combinaciones. Una superstición que aún hoy se detecta en muchas personas, que inexplicablemente intentan evitar su contacto con ese número primo, pero que en el caso del compositor vienés, nacido el 13 de septiembre de 1874 y muerto el 13 de julio de 1951, se convirtió en una auténtica obsesión que lo condujo a un auténtico confinamiento emocional. Schoenberg determinó, según iban pasando sus décadas de vida, que moriría en su septuagésimo sexto cumpleaños, por aquello de que 7 más 6 suman 13; lo que, en efecto, se cumplió al extremo, pues murió 13 minutos antes de llegar la medianoche del 14 de julio de sus 76 años. Ya mucho tiempo atrás, el 31 de marzo de 1913 precisamente (menudo capicúa: 31313), había protagonizado uno de los mayores escándalos musicales de su vida concertística: la célebre «Jornada de las bofetadas» (Schoenberg fue literalmente abofeteado por lo estridente de su música), velada favorecida por el arquitecto Adolf Loos, íntimo amigo suyo. Arnold Schoenberg fue pintor (notable), escritor, libretista… y músico, claro, pero sobre todo se le debe el concepto del atonalismo, y más específicamente del dodecafonismo, ventana abierta al posterior serialismo y a la música electrónica y propiamente contemporánea. Parece que la última palabra que el vienés exhaló antes de morir fue «armonía». Como la que se respira en su precioso Concierto para Violín núm. 36, del que se ha dicho que se necesitarían seis dedos para abordarlo. Hilary Hahn lo hace magníficamente con cinco en su grabación para la Deutsche Grammophon de 2008 (aquí el concierto completo: https://youtu.be/_ukPsvh51hI).