EURÍDICE Y ORFEO CONFINADOS

El ser humano se ha visto a lo largo de toda su existencia acechado por lo incomprensible. El Hombre, con mayúsculas, concebido primero como ser estelar dentro de la Creación, y posteriormente como cerebro de preeminencia indiscutible con la razonada imposición del lógos, nunca ha podido en realidad disfrutar de esas prebendas adaptadas a mayor gloria de su imagen y semejanza. La fragilidad del ser humano ha estado siempre vinculada al lecho de Procusto de la insatisfacción: su erudición o sus respuestas siempre se han quedado cortas y han debido prolongarse con dolor o, por el contrario, han incidido en un exceso que debía amputarse igualmente con dolor. El ser humano se ha encontrado perpetuamente ante un enigma superior que jamás ha sabido resolver. De ese enigma pende su vida, una vida en cierto modo tan fabricada (el homo faber de que hablaba Huizinga) como sometida, en su supuesta perfección, a esa razón suprema, inapelable, de la incomprensión. Ese misterio inaprehensible desbarata cuanto somos y nos transforma en sinrazón, nos devuelve a ese origen de arcilla en que una mano temible nos moldea o destroza o transforma o, simplemente, establece el designio de qué ha de ser de nosotros o en qué círculo o pozo o deslumbrados o ciegos hemos de quedarnos… confinados.
Tal enigma, precisamente, ha suscitado en las artes (literatura, cine, pintura) la recreación de alegorías, fábulas, distopías, en que las garantías de la organización humana se ven alteradas por los azares del que bien podríamos llamar el Mal Supremo. Ese enigmático y más o menos incontrolable mal puede ser tangible, como las enfermedades o las guerras, y con frecuencia así se manifiesta. Pero al final los síntomas son eso, solo síntomas del mal real, que no es otra cosa que el Mal del Alma, una dolencia que puede adquirir las formas más monstruosas. Habitamos y además consolidamos —¿quién lo duda?— una sociedad enferma en la que las opciones no son muchas: enfermar, también, o sobrevivir. ¿A costa de qué, si apenas conocemos los meandros de ese Mal que nos asalta?
Ese terror —terror al Mal y terror también a abandonar la zona de confort en que podemos instalarnos contra él— lo han explorado con maestría Kafka o Musil o Beckett o Jünger o Mann, por citar a los más clásicos y relevantes. Pese a tratarse de algo tan sustancial, no es un asunto que recientemente haya espoleado a autores de una relativa envergadura. Entre las mas recientes me vienen a la memoria, por supuesto, La peste (1947) de Albert Camus, además de El país de las últimas cosas (1987) de Paul Auster, su casi contemporánea El primer siglo después de Béatrice (1993) de Amin Maalouf o la bien conocida Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago. En esa estela se inscribe con especial honor, a mi juicio, La razón del mal, de Rafael Argullol, merecedora en 1993 del Premio Nadal, y que creo que desde una atalaya de fría asepsia consigue no ya pespuntear un panorama en que una sociedad corrompida devora canibalescamente sus propios principios por un horror sobrevenido, sino que, leída hoy, veinticinco años más tarde, transmite como pocas el avance progresivo de la irracionalidad del mal, el motivo de su arraigo y la nula esperanza de regresar cuando su umbral se traspasa. Y en ese cruzar sin esperanza se regresa a un estadio de primitivismo social no soñado siquiera por el más perverso demiurgo.
«Primero hubo vagos rumores, luego incertidumbre y desconcierto; finalmente, escándalo y temor». La razón del mal aborda la historia de una extraña pandemia que sufre una próspera ciudad costera que bien podría ser cualquier lugar del mundo, o el mundo entero. Los afectados, a los que se da el nombre de exánimes, pierden cualquier deseo de vivir («es como si sus almas hubieran muerto») y quedan exentos de voluntad. Las autoridades primero niegan la enfermedad, luego la ocultan y finalmente consienten someter a estricta vigilancia a los exánimes en los hospitales y centros de acogida habilitados. Se acepta la censura de prensa, el toque de queda, se acaba con el control democrático y el Consejo de Gobierno asume todo el poder; los servicios públicos fallan paulatinamente, se producen ataques contra los apestados —que entonces ya no son apestados: la enfermedad se ha transformado en el Mal—, se producen actos de vandalismo e incendios consentidos por las autoridades. Resucitan la vigilancia acerba y las delaciones de quien hasta hace poco era vecino o hasta amigo. En definitiva, asistimos a la incontenible transformación de una sociedad moderna y modélica en un mundo insolidario y precivilizado. Además, la gente huye de los espectáculos y de la vida al aire libre y se encierra en sus casas en un retorno al «espíritu de la fortaleza», que cada quien reelabora a su modo: se exacerba el miedo, se encapsula el espíritu, se permite el deterioro del aspecto físico, se desprecia al otro, se teme cualquier ruido o movimiento, se retorna a una infancia deleznable… y renace la adivinación y la superchería. En la novela acaba por aparecer la figura de Rubén, apodado El Maestro, un antiguo cómico recibido como un Mesías capaz de erradicar el Mal de la ciudad y que entusiasma a las multitudes. La supresión de las instituciones democráticas, y la incorporación al gobierno del charlatán más prominente de los que han medrado al socaire de la enfermedad, hábil orador con un creciente número de adeptos que le siguen en nocturnas procesiones a la luz de las antorchas, revelan obvias analogías con episodios bien conocidos de nuestra historia: pues así, finalmente, vienen a ser las crisis, los tiempos en que las certidumbres en que se basó la convivencia se tambalean, cuando el individuo común adopta la forma de masa y se hace así la ilusión de escapar a un pánico para el que el alivio individual no existe. 
Si algo nos inquieta hoy de La razón del mal no es la pavorosa similitud con las circunstancias vividas en las últimas jornadas, sino el hecho de que, tanto los decretos gubernamentales como la alteración de los hábitos cotidianos, lejos de ser un remedio coyuntural, no constituyen de hecho sino una evidencia de las condiciones que ya existían con anterioridad a la declaración de la epidemia. Porque el gobierno y la prensa ya mentían antes de que se admitiera la realidad del Mal. Del mismo modo que el Mal mismo ya había arraigado silenciosamente en la vida corriente de los ciudadanos normalizados, normativizados.
Pero si hay otra cosa que nos llama la atención en esta novela de Argullol es la presencia de la particular reconstrucción del mito de Orfeo y Eurídice, sustanciado en la restauración de una tela que con tal mito realiza una de las protagonistas conforme avanzan (o retroceden) los acontecimientos. En la tela hay una grieta que quiebra el desarrollo más conocido del mito y que impide su resolución feliz. En realidad, la grieta no existe, pero la restauradora y su esposo la inventan, la instalan en la iconografía de la pareja mítica que no sobrevive a los designios del Hades. ¿Tal vez el Hades sea el Edén y en lugar de huir sin cuestionar hacia delante haya que buscar en los orígenes para señalar y derrotar al Mal?