INFECCIÓN PARASITARIA

Y de repente el cine surcoreano se convirtió en una fiebre. O más exactamente, una sola película: Parásitos. Nada han podido las grandes superproducciones norteamericanas con su alarde de medios técnicos y su capacidad arrasadora de difusión frente a ese modesto cartel en que ocho personas (cuatro de ellas descalzas, y no por casualidad) se muestran de frente en una suerte de paradójica, y por ello mismo inquietante, foto de familia. La cinta ha permanecido, y permanece aún, en cartelera desde hace semanas y semanas, primero en pequeños cines y después en esas salas comerciales que suelen desdeñar este género de propuestas ¿minoritarias? (aquí hay que dotar al adjetivo de muchos signos de interrogación). Parásitos se ha convertido en un fenómeno de tal calibre que ha tenido la osadía de desafiar a la industria en su propia casa, logrando arrebatar el Oscar a Mejor Película a algunos de los más espectaculares títulos yanquis que concurrían a la mediática convocatoria. Hay quien no ha dudado en apreciar una suerte de “parasitismo”, precisamente, en el acceso de esta cinta al podio absoluto del cine: Donald Trump ha lamentado en público que el galardón al mejor film haya ido a parar a una película extranjera y, para más inri, a una película de Corea del Sur, con todo lo que ello significa.
El cine surcoreano no es ya una flor exótica en nuestras carteleras. Directores como Kim-Ki duk o Park Chan-wook, por citar a los dos más habituales, han sido embajadores excelentes, y ahora a esta nómina se suma Bong Joon-ho, quien por otra parte tampoco era ningún desconocido para los cinéfilos españoles (inolvidable su delineación de esa radical madre coraje en Mother). La crítica ha sido igualmente proclive a subrayar las luces de estos filmes, aun cuando contienen unos códigos que deben necesariamente descifrarse para acceder al corazón del mensaje; entre ellos, su truculencia desatada, que limita en el absurdo por su exceso, y que en no pocas ocasiones desorienta al espectador occidental (lo cual no deja de resultar sorprendente en un ámbito como el nuestro en que la violencia es ya un lenguaje normalizado y, por desgracia, abordado con bastante menos sentido del humor). Y, sin embargo, Parásitos constituye un fenómeno excepcional, algo semejante a un virus que se ha ido extendiendo por contacto, por una transmisión que ha penetrado más allá de lo epidérmico para alcanzar a las mucosas del cuerpo social. ¿Qué tiene Parásitos para haber trascendido lenguajes, culturas, fronteras?
Es cierto que Parásitos, aparte de su impecable factura técnica, ha escogido una estrategia de comunicación universal, con referentes estéticos que rebasan su origen geográfico. Tan solo en su parte final, en su desenlace apocalíptico, primero, y turbador, al fin, se aparta Bong Joon-ho de esa koiné que es reconocible hoy en cualquier lugar del mundo; pues todo lo demás puede encajar dentro de los parámetros incluso de la sociedad norteamericana: los protagonistas son atractivos, las condiciones de vida, lo mismo en el registro alto que en el bajo, son globales, y hay guiños a la cultura occidental en el arte, en el vestido, en las costumbres, en los retratos, por no hablar del espíritu hitchcockiano que recorre el filme. A ello hay que añadir, sin duda, el tono con que se aborda el planteamiento más o menos obvio que sugiere el argumento: la colisión entre dos mundos aparentemente muy distintos, el de quienes tienen todo y el de quienes no tienen nada apenas, que entrevisto desde la comedia se hace más digestivo que desde la perspectiva del árido enfoque social.
De esa colisión no sale nadie indemne, porque no hay personajes “buenos” ni equilibrados en Parásitos: es difícil escrutar hasta qué punto el determinismo que acompaña a los dos estratos sociales puestos en la picota es en realidad eso, determinismo, o tal vez incapacidad de desprenderse de las limitaciones propias (ese “olor” de los pobres que no desaparece, del que habla el rico Park). En ese sentido, es significativo el pasaje en que los Kim ocupan la vivienda de los Park: a pesar de sus estudios (sufragados por el estado coreano) y de su vivaz inteligencia natural, no pueden renunciar a comportarse como vándalos, como los impostores que realmente son. Se ha hablado de que la película expone los resultados extremos de una lucha de clases, lo cual no parece atinado. En realidad, Parásitos pone el dedo en la llaga de una extraña realidad cada vez más extendida y que, no obstante, nada a contracorriente en el sistema vigente: el hecho de que a pesar de tener todos los medios al alcance de la mano para modificar la realidad, esta sigue un curso dominado por reglas atávicas e inmutables. El acceso a la educación, antaño vía tan difícil como segura para labrarse el porvenir, hoy es un bien universal que ha quedado despojado de contenido y de posibilidades. Existe, en realidad, una cada vez más poderosa contracultura –aquel concepto tan certero de Roszak–, un movimiento creciente de hordas de alucinados por el sistema, de damnificados por el espejismo de que las libertades y la instrucción allanarían cualquier obstáculo y harían la vida más amable, de que todos ellos tendrían cabida en el Post-Paraíso ideal. Esas hordas ya han entrado en el sistema inmunológico del nuevo Edén y solo queda aguardar el resultado de la próxima analítica mundial.