No es tarea fácil llevar al teatro la
novela Mrs. Dalloway de Virginia Woolf. Las páginas de la escritora
londinense están surcadas por una delicadeza orfebre, por el vaivén de los
recuerdos acompasados al curso de las horas, por los efectos estéticos del
flujo de conciencia y el estilo indirecto libre. Los pensamientos de Mrs.
Dalloway constituyen una poderosa corriente que circula entre remolinos,
plantas varadas y algún rápido abrupto, pero es una corriente uniforme, que no
se puede desmembrar, igual que no se puede desmembrar el agua. Por ello era
previsible que el montaje acometido por Carme Portaceli, a partir de una
versión de la que ella misma es responsable, junto a Michael de Cock y Anna
Maria Ricart, no llegara a buen puerto, como en efecto ha ocurrido.
Y es que esta Mrs. Dalloway
parte de una propuesta errónea que no hace más que multiplicar fractalmente sus
fallos a lo largo del espectáculo. La obra original es una obra de cámara, pues
todo está en la cabeza de su protagonista. Portaceli, en cambio, se empeña en
ampliar físicamente ese paisaje, acudiendo a un escenario demasiado amplio (en
este caso, la Sala Argenta del Palacio de Festivales) con una pobre iluminación
segmentada y con demasiados cachivaches: sillas y mesas vacías por doquier,
guitarras eléctricas, batería, teclado, caprichosos floripondios… Los personajes
son pocos y quedan a la deriva en semejante planteamiento; sensación que
intentan evitar marcándose largas y arbitrarias carreras en escena. Elementos
importantes en el ideario de la señora Dalloway son las horas y las flores de
la fiesta, y ninguno de ellos se integra con naturalidad en la historia, sino que
aparecen como atrezzo ocasional. Conceptualmente, se intenta trasladar
la obra al tiempo presente mediante el recurso a un artificio fácil: los
teléfonos móviles, y se aprecia también una cierta indefinición de vestuario,
que extrañamente oscila entre lo victoriano y Zara, no dejándonos muy claro si
en verdad estamos en el siglo XXI (como se grita en un momento dado en una
“morcilla” muy chirriante con el texto original) o en el contexto woolfiano. Los
grandes temas de la novela aparecen aquí trasplantados y desubicados: la
audacia de la obra original al plantear la situación política, la
homosexualidad, el feminismo, la rebeldía social… quedan desdibujados. En lo
formal, qué decir de las canciones rockeras interpretadas en escena, con escasa
gracia, todo hay que decirlo, y sin venir a cuento. También recorren la obra
unos acordes tan continuos como innecesarios cuyo propósito se desconoce:
¿acompañar la acción, insuflar intriga? Aunque el elemento más devastador de la
adaptación del texto es sin duda la supresión del esencial personaje de
Septimus –soldado regresado de la PGM que con su suicidio desbarata la apacible
superficie del perfecto mundo de Clarissa– y su sustitución por un tibio trasunto
de Virginia Woolf que no se entiende qué hace ahí.
En lo que respecta a la
interpretación, hay que decir que tampoco estuvo el elenco a la altura de lo
esperable. Blanca Portillo, por lo habitual gran animal escénico y obviamente
la baza fuerte de la función, se mostró aquí desorientada, en un registro que
le resultaba muy lejano, completamente ajena al espíritu de la inteligente y
analítica señora Dalloway. Ni siquiera cuando emergió del escenario para
acercarse al patio de butacas e invitar al público a integrarse en la desolada fiesta
de ficción fue capaz de transmitirnos la menor emoción. El resto de actores
–Jimmy Castro, Jordi Collet, Inma Cuevas, Nelson Dante, Gabriela Flores, Zaira
Montes y Raquel Varela– cumplieron su cometido con mayor o menor fortuna, pero
no lograron que remontara su propuesta. Cuando las luces se apagaron tuve la
sensación de ver a Virginia Woolf entrando por última vez en el río Ouse con
piedras en los bolsillos de su traje.