CUANDO EL CINE DEJÓ ATRÁS EL CELULOIDE

Cuando en 2003 saltaba a las pantallas de cine Las invasiones bárbaras de Denys Arcand supimos que un paradigma cultural había muerto para dejar paso a otro distinto, de género indeterminado. En realidad, los coletazos últimos de ese modo de entender el legado de la civilización ya se avistaban en multitud de detalles cotidianos, pero es cierto que Arcand acertó a exponerlo de una manera tan conmovedora como inapelable. Hoy, la relación casi amorosa con el libro, con el arte, con el cine, mediante la conversación razonada y salpicada de referencias literarias, la búsqueda de títulos esquivos en remotas bibliotecas, el hallazgo inesperado de un disco largamente perseguido en una modesta tienda de música de una ciudad extraña, el descubrimiento en una sala a oscuras y muchas veces casi a solas de una cinta que nos trasladaba a un paisaje feliz de la memoria… todo eso se ha extinguido poco a poco dejándonos en esa incertidumbre dolorosa que rodea siempre a la orfandad. Pero la desaparición de ese concepto “laborioso”, que denominamos precisamente así por trabajado con horas de dedicación, viajes y con frecuencia no pocas aventuras, no se produjo silenciosamente. Al sutil canto del cisne de la cultura convencional se ha superpuesto el mucho menos discreto bullicio de la tecnología, las plataformas digitales, los seguidores en masa que no intercambian pareceres sino que únicamente arrollan con su número. También se prescinde del calor y viveza del encuentro con el otro en un café para ejercer una huidiza “mensturbación” en el salón de nuestra casa, en el mejor de los casos, o descender directamente a los infiernos de una solitaria alienación.
En el ámbito del cine se percibe mejor que en muchos otros este cambio, precisamente por su naturaleza tan flexible y propicia a adaptar la constante innovación creativa desde el punto de vista tecnológico. Hablaba hace unos días con amigos acerca de qué sentido tenían hoy realmente las salas de cine convencionales. No puede decirse con propiedad que los cines estén muertos: antes bien, las colas de taquilla son insoportables, a pesar de las opciones alternativas que también existen para comprar entradas (online, dispensadores, etc.). Y sin embargo existe el pálpito de que el ritual de acudir a la sala se ha perdido, que en su lugar se ha instalado la necesidad de fundir tiempo de ocio ante una gran pantalla con un bol de palomitas. Hay espectadores que, además de comer y beber, y con independencia de su edad, van a la sala a hablar, y por supuesto no renuncian al uso de sus teléfonos móviles durante la proyección. Al margen de lo molesto o ineducado que parezca este comportamiento, la verdadera pregunta de fondo es: ¿Importa al espectador de hoy lo que sucede en la pantalla? ¿Hay una correlación entre el lenguaje cinematográfico y las expectativas del público sobre la experiencia en la sala? Por otra parte, observamos que en los cines se abre paso cada vez con mayor fuerza la programación de productos no estrictamente cinematográficos: teatro, danza, ópera, fútbol, documentales. A este fenómeno conductual no es ajena la proliferación de contenidos efímeros, de rápido consumo. Salvo excepciones, las películas están cada vez menos en cartelera porque el concepto de “ir al cine” ha cambiado y sigue haciéndolo, cada vez a mayor velocidad. Apenas existe la excitación de asistir a un estreno, sustituida por la perentoria necesidad de decir que se ha presenciado un espectáculo diseñado ex profeso para serlo. El espectador ahí es una masa que se diluye en las previsiones de la mercadotecnia. Esta mutación no es nueva, claro; en realidad, su formulación ya se rastrea, en un registro más amplio, en los 60, con las teorías de Debord; pero su crecimiento exponencial es imparable. En los propios festivales cinematográficos, que debieran ser una celebración de lo fílmico en sí mismo, las portadas ya casi no las acaparan las películas, sino los trajes en la alfombra roja.
Ahora, en un nuevo tour de force, con la incorporación de los ordenadores y los dispositivos portátiles ha sobrevenido la era del streaming (nueva incidencia en el consumo volátil) y de las plataformas de televisión. Paradójicamente, junto a los excesos de los efectos especiales y las grandes instalaciones se ha producido simultáneamente una tendencia de regreso a la privacidad, en la que la calidad del soporte carece de importancia: en los medios de transporte, la gente ve películas en su teléfono o tableta, sin importarle el ruido ambiental ni la definición o tamaño de la imagen. La opacidad de estas mastodónticas cadenas, similar a la de la contabilidad de la Iglesia Católica, salvaguarda peligrosamente (nueva paradoja) los gustos de esos consumidores en la sombra.
Dónde quedó el temblor que nos acometía desde la pantalla (entonces no tan grande) ante el gesto de una actriz, ante el diseño perfecto de una escena, de un encuadre, de un fuera de campo. La técnica en una película era intelectual, no material, y sobrevolaba las salas un respeto reverencial: el ceremonial sagrado de tributo al sueño. Es triste admitirlo, pero la poesía ha huido de las salas.