Decir a estas alturas
de su trayectoria que L’Arpeggiata dejó de ser hace ya tiempo un grupo barroco
–aunque su repertorio supuestamente lo sea–, y que está instalada en una onda
más propiamente jazzística y por momentos pseudorockera, no es ninguna novedad.
Tal realidad pudo de nuevo constatarse a raíz del reciente concierto celebrado este
sábado en la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander, que con el
título de Via Crucis – Pasión Barroca pretendía hacer un recorrido por
las diferentes estaciones de la Pasión de Cristo a través de un lienzo confeccionado
con muy distintos retales: esencialmente, música culta del Seicento
italiano junto las manifestaciones más populares de la Pascua corsa, sin por
ello desechar la introducción de algunas grandes obras del Barroco germánico.
Las piezas seleccionadas para el programa se encuentran en un disco ya antiguo
de la formación comandada por Christina Pluhar: Via Crucis, que se registró
en el sello Erato en 2010.
Si la belleza del
programa era indudable, aunque la mezcolanza de tan dispares tradiciones
musicales produce en el espectador algún que otro extrañamiento, hay que poner
algún reproche al planteamiento técnico. Tal vez la Sala Argenta, por su
tamaño, no sea ideal para abordar un repertorio esencialmente camerístico, lo
que lleva al empleo de una amplificación que hace mucho daño al resultado final.
En especial, a ciertos pasajes instrumentales que se vieron resentidos por la
ausencia de mayor carácter intimista –ese precioso Bach de Josetxu Obregón que
rechazaba per se tan agresivo volumen–, y asimismo a las voces, y muy en
concreto a la muy hermosa de la soprano belga Céline Scheen, cuyas particulares
exquisiteces, que conocemos bien por sus grabaciones, hubimos de adivinar más
que degustar en un magma de sonido apelmazado. Las voces masculinas, lo mismo
la del tenorino Vincenzo Capezzuto que las del cuarteto vocal Barbara Furtuna,
quedaron mejor cubiertas por los micrófonos, dada su emisión eminentemente
natural, sin impostar. Junto a la molesta amplificación deben citarse ciertos
arreglos que son, eso sí, marca de la “Casa L’Arpeggiata”: esto es, tan reconocibles
y previsibles como excesivos. Cuando se va a un concierto de L’Arpeggiata hay
que dejarse el purismo en casa, porque la fusión es la fusión, y Monteverdi no
suena a Monteverdi y, en suma, no se pueden pedir peras barrocas.
Al margen de estas consideraciones, la agrupación sabe
muy bien lo que se hace: los instrumentistas son excelentes (en especial
Steenbrink, Obregón, Saprychev) y el concierto fluye con perfección, nada hay
que altere la pátina de un producto pensado para seducir, y que en efecto
sedujo, a tenor de los aplausos dispensados. Bienvenida sea la transgresión
(¿?) de L’Arpeggiata si sirve para acercar al público las maravillosas músicas
de Merula, Kapsberger, Biber, Pandolfo, Cazzati o Monteverdi. Pero cuidado, que
tras el baile de máscaras aguarda emboscada la luz.
Calificación (1 a 5): ****