El cine español ha acusado con no poca frecuencia en los últimos años
las consecuencias de las deudas históricas de nuestro país; deudas que no son
pocas, justamente, y que por desgracia parecen estar más vigentes que nunca. Es
obvio que, dentro de la temática de corte político, la Guerra Civil española
tiene una presencia relevante. En unos casos se ha retratado abiertamente la
contienda fratricida en su mismo desarrollo, en otros se ha intentado explorar
la huella que ha dejado en la vida cotidiana de las personas. A medio camino
entre ambas tendencias se encuentra La trinchera infinita, quinto
largometraje de los realizadores vascos Aitor Arregui, Jose Mari Goenaga y Jon
Garaño (apelados “los Moriarti”), bien conocidos por sus sensibles aportaciones
previas (Loreak o Handia), y que aquí inciden en un asunto al que no se ha
prestado demasiada atención, más allá del libro que en su día publicaron Jesús
Torbado y Manu Leguineche: Los topos, referido a las personas que lograron
escapar de la represión de los primeros grupos violentos del bando nacional
gracias a un peculiar método de supervivencia, que no era otro que permanecer
bajo tierra, en minúsculos zulos, excavados con frecuencia en sus propias casas
o en lugares abandonados. Este tipo de escondrijo se prolongó en muchos casos
durante años, incluso décadas, hasta que una “generosa” amnistía franquista de
1969 permitió a estos hombres asomarse a la luz y recuperar los jirones que
quedaban de sus vidas destrozadas.
La trinchera infinita podría caer en un sinfín de tópicos en los que
no cae. Los primeros minutos, muy intensos en ritmo, presentan el contexto de
la situación. El resto de la película narra la difícil supervivencia del topo
Higinio, protegido por su esposa Rosa, con la que apenas acaba de casarse. Con
el paso de los años la poderosa intimidad que une a los esposos se va
deteriorando, tal vez al mismo ritmo que la cara más atroz del Régimen. La
trinchera infinita nos traslada a una terrible situación política que era
mucho más que eso: era en realidad, más allá del miedo a morir, la ruina en
vida de las aspiraciones más básicas de cualquier ser humano. Al margen de
alguna página sobrante, la película aborda con inteligencia un tema tan
escabroso, evitando el exceso, situando la cámara en el corazón de un hombre
que ve restringido su mundo a la tiniebla. Los directores abandonan su habitual
zona de confort de ambientación en el País Vasco para trasladarse a Andalucía.
La claridad del Sur se transforma en el peligroso filo de una cortante austeridad
donde todo queda expuesto, donde un secreto es imposible de esconder a tantos
ojos que siempre están atentos. Los cineastas son auténticos maestros en el
mantenimiento de la tensión hasta el pasaje final, extraño, como no puede ser
de otro modo. Porque cómo puede volverse a la normalidad tras treinta años de
pavor y de cuestionamiento de tu propia categoría moral: tu elección por la
oscuridad, por la trinchera que no acaba, frente a la loada valentía de quienes
decidieron batallar a plena luz.
Este dilema, con sus consecuencias, sabiamente planteado por los
directores, encuentra perfecta traducción en las interpretaciones conmovedoras
y angustiosas de Antonio de la Torre y Belén Cuesta. Arregui, Goenaga y Garaño
optan por un suavizado progresivo de la situación, a tono con el ineludible
desmoronamiento del personaje principal y de su propio entorno familiar y hasta
social. El final, agridulce, resignado, remotamente esperanzado, hace estallar
en aplausos a la sala ante una película tan espléndida como necesaria. Una
lección oportuna en tiempos inciertos.
Son 15 las nominaciones de La trinchera infinita a los Premios Goya.
Entre ellas se incluye su banda sonora, obra del compositor de origen francés
Pascal Gaigne, que no es precisamente nuevo en estas lides (ha trabajado con
Víctor Erice, Icíar Bollaín, Daniel Sánchez Arévalo, Montxo Armendáriz, Gracia
Querejeta…) y que además ha colaborado ya en otras ocasiones con el trío de
directores vascos (en 2018 fue reconocido con un Goya a la Mejor Música
Original por su trabajo para Handia).
Tal vez pueda sorprender esta nominación teniendo en cuenta que es muy
discreta la presencia de la música en el metraje de la película. Gaigne ha
optado con acierto por una suerte de tácita banda sonora, por lo demás muy
apropiada para el tema del filme, que no es tácita por estrictamente silenciosa
sino por la levedad de su acompañamiento, que casi se limita a subrayar los
pasajes más significativos de la cinta. Esta reducción no es baladí, tampoco
fácil, y se sustancia en el empleo de intensos pasajes para cuarteto o quinteto
de cuerdas (hermosa Noche transfigurada cuyo título y aire remiten a
Schoenberg, también Hors camps), páginas orquestales más contemporáneas con
empleo de recursos electrónicos que recrean con efectividad muy contemporánea una
densa atmósfera de terror (Observando, Tensión infinita), y un tema
principal pespunteado por una guitarra solista que recrea por igual la
referencia al escenario de los hechos (sin caer en un manido folclorismo andaluz)
y en general el entorno intimista del “topo”, y más en particular su episodio
de liberación (La trinchera infinita – Final). El imparable paso del tiempo
para el protagonista y su familia se refleja en la inclusión anecdótica de
fragmentos de conocidas canciones de Imperio Argentina, Antonio Machín o Julio
Iglesias (estos temas concretos, por cierto, no se recogen en el cedé de la BSO, en
beneficio de una mayor homogeneidad, y también seguramente por motivo de
derechos).
Ya solo queda aguardar la inminente ceremonia de los Goya para saber
quiénes serán galardonados. Pero, sin duda, si hubiese un busto para la cinta
más sinceramente concienciadora y emotiva, ese se iría con La trinchera
infinita.