Cuando la realidad del día a día nos resulta demasiado inexplicable, siempre están ahí los clásicos grecolatinos para sacarnos del apuro, que lo mismo sirven para un roto que para un descosido. Esa impresión es la que obtenemos tras la visión de Iphigenia en Vallecas, obra reiteradamente laureada por sí y por su actriz, María Hervás, que se ha llevado todos los parabienes del 2018, y que por ello llegaba con altas expectativas al recoleto espacio escénico del Palacio de Festivales, ese que se activa en funciones específicamente intimistas como esta.
A partir de una adaptación de una obra de Gary Owen, María Hervás nos sitúa en un entorno muy significativo en el ideario hispánico de la degradación –un Vallecas que tal vez no es ya el que era– para ajustar cuentas con los espectadores como supuestos deudores colectivos de Iphigenia –en realidad “Ifi”, una moza barriobajera con escasas expectativas de futuro– por una suerte de sacrificio realizado por (para) nosotros. Ese es el planteamiento de partida, ya desde las primeras frases, y el remache con que la obra intenta golpear al espectador en su tramo final. El problema es que el planteamiento, de carácter evidentemente político-social –desprecio al débil, repercusión de los recortes sociales en los estratos menos agraciados de la colectividad…–, no se sostiene con solidez tal como se nos presenta. La solución real y más reivindicativa al conflicto planteado en Iphigenia en Vallecas hubiera sido justamente la contraria: obligar al Estado a cumplir con sus obligaciones hace que este se conciencie de las mismas; dispensarlo de ellas en favor de un hipotético –y falaz– bien común es una patraña que favorece precisamente el fortalecimiento de un Estado canibalístico. De modo que no, no estamos en deuda con Iphigenia, sino que es ella quien nos debe una explicación por no haber sabido llevar hasta el final sus exigencias como ciudadana cabal: ahí se hubiera convertido en heroína, con hybris incluida. Los mitos clásicos cumplían su función muy bien en este sentido: no había incongruencias, todo respondía a una motivación. La deconstrucción, en cambio, ese pestífero mal de nuestro tiempo, nos aporta una tradición mal digerida.
Dejando a un lado este no menor defecto estructural de la obra, cabe reseñar el gran esfuerzo interpretativo que realiza María Hervás durante la hora y media que dura lo que podríamos llamar su “monólogo coral”, un monólogo en el que ella hace aparecer con sus evocaciones e imitaciones a varios de los personajillos que transitan por su peculiar microsistema. Esta elección exige una gran tensión actoral de Hervás, muy bien dirigida por Antonio Guijosa, que explora los registros más diversos, desde el más chabacano al más tierno, presentándonos con acierto una de esas “muñecas rotas” que tanto gustan en el cine español actual más comprometido (aunque a veces, entre los movimientos incesantes, la voz destemplada y la jerga, se nos perdían partes de texto). La escenografía de Mónica Teijeiro es sencilla y efectiva.
“¿Qué va a pasar cuando los sacrificados no lo soporten más?”, preguntan Hervás y Guijosa. Pues que quizá por fin las víctimas dejen de serlo para comenzar a reclamar ante sus verdaderos verdugos.
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