Juan Mayorga pasa por ser uno de los indiscutibles dramaturgos del momento, fama que se ha ganado con merecimiento por trabajos tan exquisitos como La lengua en pedazos o tan ambiciosos como Reikiavik. Sin embargo, en sus últimas obras apreciamos cierta amalgama expositiva, cierta carencia de intensidad dramática, incluso cierto descuido formal. Ello ha ocurrido, una vez más, en el montaje que acaba de llegar al Palacio de Festivales en este fin de semana, El mago, producción no estrictamente nueva, pues cuenta ya con más de un año de rodaje.
De El mago es Mayorga absolutamente responsable, dado que es autor y director. Hay pasajes que se le pueden atribuir a ojos cerrados, pues inciden en sus temas habituales: la lírica de algunas páginas, definiciones certeras, preocupación por lo metalingüístico y metadramático… Sin embargo, no acaba de encontrar el madrileño el tono adecuado para este extraño experimento que nos sugiere con su obra. Todo parte de una experiencia suya personal, según nos aclara en el programa de mano. Hay veces en que esas experiencias deben quedar en la estricta intimidad, como parece el caso. Pero no. Mayorga se esfuerza en construir una historia de espejos, un cuadro dentro del cuadro, un laberinto de identidades, un cuestionamiento de si somos lo que somos o lo que no somos o lo que queremos ser; un amago de fractales, en suma, que acaba por perder interés tras treinta minutos de representación en los que ya está todo dicho. Y aún quedan otros sesenta más rodeando el mismo queso, que por otra parte no encierra ninguna novedad: no vamos a cansar al lector mencionando a los autores que ya todos conocemos que se han ocupado, y bien, de estos temas.
Dada la incansable reiteración de la tesis del dramaturgo, por momentos deseamos que aquel mago de aquel Congreso Mundial que menciona que vio nunca hubiera entrado en su vida, mucho menos en las nuestras. Porque tampoco queda claro, desde un punto de vista formal, en qué registro se nos obliga a movernos: ¿es una comedia? ¿es un drama? ¿es un absurdo? Es obvio que Mayorga bebe de muchas fuentes y las mezcla al desgaire porque es cualquier cosa menos ignorante, pero también resulta obvio que nos propone un texto escrito con la mano izquierda, sin hondura, sin pulir. Es un bosquejo de algo que podría haber sido una gran idea, una oportunidad perdida de bucear en los recovecos más inquietantes del ser humano: la incertidumbre que no nos abandona nunca, los deseos y su frustración, la ficción de la pareja y las relaciones humanas, la lucha diaria por soportar una vida insoportable y reconstruirla cada amanecer. En el texto hay atisbos de seriedad que captan nuestra atención, pero son como globos que se deshinchan al instante, como conejos de goma emergiendo de una chistera trucada.
La construcción de personajes es igualmente débil. Si algo sabemos de la Navaja de Ockham es que no necesitamos multiplicar entes sin necesidad, y en este Mago nos sobra más de uno, diría que incluso tres, lo cual es bastante teniendo en cuenta que hablamos de seis personajes. En lo que se refiere al desempeño actoral, nos quedamos con mucho con el desparpajo de Aranza, en un papel forzado dentro de la trama y sin embargo muy bien resuelto por una excelente María Galiana. Una tal Lola (Ivana Heredia) se limita a pasar por allí y la joven y exaltada Dulce (Julia Piera) es una ficha que el director mueve sin tener idea de dónde colocarla. Ludwig (Tomás Pozzi) está simpático y nos hace reír porque parece que viniera de otra obra y se hubiera colado en esta por error. Víctor (José Luis García Pérez) es el marido que debiera haber hecho algo más en escena aparte de gritar si Mayorga se lo hubiera permitido, mientras que Clara Sanchis (la hipnotizada esposa Nadia), habitualmente tan buena actriz, está aquí absolutamente desorientada.
Todo esto se despacha en un camarote muy blanco y como de Ikea en el que lo más interesante –y no lo decimos en broma—es la grieta en la pared oculta tras el espejo. Y esa espada inútil que se usa como Chéjov decía que había que usar el arma que aparece en una obra: “como sea, pero si la mencionas úsala”.
Al salir estamos aturdidos: ¿es verdad que hayamos presenciado esto o habrá sido todo un espejismo? Pues eso.