La Suisse Romande,
orquesta mucho más que solvente y bien conocida por el público de Santander
pues, además de haber estado profesionalmente ligada a Ataúlfo Argenta nos ha visitado
ya en anteriores ocasiones, ha sido la encargada de clausurar el 68 Festival
Internacional en la noche sabática del último día de agosto. Con sede en
Ginebra y larga tradición, que se remonta a los comienzos del siglo XX, la
Suisse Romande se encuentra en la actualidad, desde hace poco más de dos años,
dirigida por el británico Jonathan Nott, especialista en Mahler y Ligeti.
El programa propuesto
volvía a recalar, una vez más, en Beethoven –tal vez excesivas han sido las
reincidencias en la obra del genio de Bonn en este festival, y eso que no se
sucede hasta el año próximo la efeméride de su 250 aniversario–, en particular
con su Séptima Sinfonía, que como obra apenas necesita comentarios. Si ya en su
estreno fue un gran éxito, puede decirse en tal sentido que no han pasado los
siglos por ella; su Allegretto, con su celebérrimo ostinato, resulta
magnético y conmovedor. La versión de Nott, en cambio, no será de las que
queden en el recuerdo. El director británico estuvo medianamente inspirado en
los dos primeros movimientos, pero a partir del tercero empezó a adquirir una
innecesaria velocidad, que culminó en un Allegro con brio que más que brioso
pareció desenfrenado. La elegancia estuvo ausente en beneficio de una
gestualidad impetuosa y falta de comedimiento, hasta el punto de que se oían
provenir desde la tarima jadeos y sonidos no precisamente escritos en la
partitura. Los tempi apresurados arrastraron al agotamiento a los músicos,
que en los últimos minutos estaban sobrepasados por la batuta insaciable de
Nott. Solo los indiscutibles buenos mimbres de los instrumentistas les
permitieron sobrevivir a la experiencia sin arruinar por completo la sinfonía.
El talante conservador
de la noche se prolongó en su segunda parte con un popurrí de obras wagnerianas
(Preludio del Acto I de Lohengrin, Obertura de Los maestros cantores y su
Suite del Acto III, y al fin Obertura de El Holandés errante). La verdad es
que estos pastiches aportan poco a las programaciones, pero no logramos
desembarazarnos de ellos; hay cierta obstinación en ignorar la felicidad que
ofrece la interpretación de obras completas y la exploración del repertorio de
los grandes y menos frecuentados compositores contemporáneos. En todo caso, hay
que decir que con Wagner la orquesta, desplegada al completo, halló mejor tono.
Por lo demás, es imposible sustraerse a la acariciadora belleza de las páginas
del genio alemán, de modo que al fin pudimos disfrutar de las espléndidas
secciones de la sólida Orquesta Suisse Romande y de un fraseo más sutil y
atinado por parte del director.
Curiosamente fue este
el que, ante los insistentes aplausos del auditorio, propuso con acierto cerrar
la noche con un delicioso bocado de uno de nuestros más brillantes compositores
europeos: el Molto vivace-Presto del Concert Romanesc de György Ligeti, cuya
pureza de raigambre bartokiana supo muy bien transmitirnos la agrupación suiza.