MEMORABLE NOCHE MOZARTIANA

Que Mozart era un entusiasta de la obra de Handel no es ningún secreto. La prueba palpable la tenemos en las reorquestaciones que el compositor de Salzburgo realizó de varias obras handelianas; adaptaciones estas que no suponían tanto un notable incremento de las plantillas orquestales, aunque también, como un planteamiento más ajustado a los gustos musicales que fueron sobreviniendo en las décadas posteriores. Así, bien conocida entre nosotros es la versión mozartiana de El Mesías, algo menos las del Acis y Galatea, el Alexander’s Feast’ o la Oda de Santa Cecilia, en la que adquiere un papel notable la sección de viento. Esta última obra, precisamente, ha sido escogida por el director galo Marc Minkowski como primera obra del programa interpretado en el Festival Internacional de Santander en su esperada cita de este jueves; un programa que se completó en su segunda parte con la inacabada pero inmensa Gran Misa en do menor del propio Mozart, que este compuso espontáneamente sin mediar encargo alguno, a modo de voto por su reciente boda con Constanza, y en la que es notable la influencia de Handel mismo, también de Bach y Haydn.
Tal vez la reescritura mozartiana de ese Handel absolutamente devoto de la patrona de la música no nos enamore en sí misma –los versos del gran Dryden se endurecen en su traslado al alemán, y la exquisita limpieza de la partitura del Caro Sajón queda un tanto emborronada–, pero lo cierto es que Minkowski consiguió elevarla a un grado celestial. Previamente a su ejecución, el director tuvo la generosidad de explicar al público en asequible inglés el contexto de la obra, la particular disposición de orquesta y voces y alguna singularidad acerca de los instrumentos. A partir de ese momento comenzó el milagro que se iba a prolongar durante toda la noche. Un mecanismo de precisión total se desplegó ante nuestros ojos y oídos: al milimétrico conocimiento de la partitura y de su espíritu por Minkowski, a la disciplina de los músicos (entradas perfectas, compenetración y empaste intachables, incluso su dominio físico del espacio cuando un solista o varios se adelantaban entre sus compañeros hasta la parte delantera del escenario para subrayar sus correspondientes partes), se sumó la envolvente sensación de estar ante un trabajo de fina orfebrería, de esos que son muy difíciles de contemplar. La cuerda de Les Musiciens du Louvre es justamente famosa por su tacto de seda, por su impoluta y homogénea brillantez, pero el resto de secciones no se quedaron atrás. Minkowski acercó y compactó la orquesta hacia el público, logrando una perfecta proyección. En cabeza, en sus pasajes solistas, la viola y la tiorba tuvieron presencia encantadora, aunque sin duda la estrella absoluta fue la página en que se ensalza la musicalidad de la voz humana, materializada en el etéreo sonido de la armónica de cristal con la intangible seducción de su “no sé qué que queda balbuciendo”. 
Minkowski había avanzado que sustituyendo al coro escucharíamos, literalmente, a unos “muy buenos” solistas, y lo cierto es que no nos engañó. Trece grandes voces demostraron que pueden sonar como cuarenta. Si en la primera parte hubo algún momento en que se echó de menos un mayor volumen –sobre todo en el coro final, “Wie durch die Macht des heil’gen Sang’s”–, en la segunda el plantel vocal desplegó toda su capacidad.
Y es que en efecto, en esa segunda parte de la noche consiguieron Minkowski y los suyos alcanzar cotas apoteósicas. La genialidad indiscutible de la obra pura –ahora ya sí– de Mozart encontró en ellos una perfecta vía de comunicación. La Gran Misa es un prodigio de fuerza arrolladora y de luminosidad. De una y otra dieron sobrada muestra las voces de la formación, destacando el apabullante “Qui tollis” con los cantantes en primera línea escénica, pero también pasajes más intimistas como el “Et incarnatus est” que nos permitieron apreciar a los excepcionales solistas. La soprano rumana Ana Maria Labin nos arrebató con su timbre cristalino e indiscutiblemente mozartiano, con su caudal interminable y poderoso, con su afinación y vocalización perfectas. No menos admirable fue la técnica de la mezzo italiana Miriam Albano, de timbre carnoso y aterciopelado, con gran musicalidad y un control de la respiración que le permitió frasear con éxito la dificilísima escritura del “Laudamus Te”. Las voces masculinas solistas estuvieron asimismo bien representadas por Valerio Contaldo –tenor de pequeña pero hermosa voz, algo justo en el registro grave pero con un agudo bien colocado y bonita coloratura—y el bajo-barítono alemán Norman Patzke, que destacó por su volumen y fiato. Menos nos gustó el contratenor británico Owen Willetts. Estos cinco solistas se apoyaron en un sólido ripieno de ocho voces de excelente nivel, como quedó patente en el entusiasta “Sanctus” que cerró el concierto.
Marc Minkowski dirigió desde el rigor y la vivacidad, con los tempi ágiles que lo caracterizan pero sin perderse por ello la majestuosidad de la composición del genio salzburgués, y con un espléndido dominio de las dinámicas. Bajo su batuta, los instrumentos originales de Les Musiciens du Louvre nos regalaron un sonido memorable. Director, orquesta y voces recibieron una de las mayores y más merecidas ovaciones que se han escuchado en el Festival Internacional en este año.