BEBER, GOZAR, SOÑAR

Bajo el paraguas referencial del banquete platónico, y siendo en realidad más simposio que banquete –no faltó el vino, sí las viandas–, la Compañía Nacional de Teatro Clásico ha vuelto a brindarnos, de la mano de la programación estival de la UIMP, uno de los placeres a que nos tiene acostumbrados, si bien en este caso con un tono mucho más fresco, provocador y participativo. Y es que es innegable que el planteamiento de Álvaro Tato, sencillo pero ingenioso, conquista al espectador desde que se le franquea el paso al recinto –en este caso, el patio del Paraninfo de la Universidad de Cantabria–: conducidos gentilmente y al azar por uno de los seis actores en escena, nos encontramos con una sobria iluminación y unas mesas, sillas y botellas de vino –y agua—, mientras se nos invita a sentarnos y disfrutar de la bebida y de lo que con ella vendrá. 
Colocados los asistentes en tan clásica disposición, los actores, a nuestro lado o moviéndose sin cesar entre y sobre nosotros, tejen un inmenso homenaje a la imaginación mediante la evocación de fragmentos y personajes literarios que a todos en algún pasaje de nuestras vidas nos han emocionado. Así se van sucediendo Hamlet, Don Quijote, Segismundo, La Celestina, don Juan, Romeo y Julieta, Mathurine… todos ellos encarnando alguno de los múltiples anhelos humanos que impulsan nuestra existencia: el deseo, el amor, la nostalgia, la libertad, el libertinaje, el asombro, la bondad… incluso la avaricia. No falta la música: desde esa melancólica y satírica cuerda pulsada sin la cual es imposible imaginar el Siglo de Oro español hasta la preciosa habanera Youkali de Kurt Weill, que nos habla de tantos deseos inalcanzables que la belleza perfila.
Los actores –qué bien dirigidos por Helena Pimenta y Catherine Marnas– están excelentes sin excepción: entregada hasta el delirio Lola Baldrich, impactante y emocionante Rafa Castejón, recio y poderoso Jesús Castejón, encantadora y pizpireta Manuela Velasco, dulce y arrebatado Víctor Sáinz, gracioso y acróbata Aleix Melé. 
Aunque la propuesta del montaje parte de una obra de Nancy Houston, La especie fabuladora –de ahí sus constantes referencias a la imaginación y la ficción como salvoconductos contra la abducción a que diariamente nos somete la existencia–, lo cierto es que El banquete acaba deviniendo un exhorto a que no desfallezcamos, a que no nos alejemos de la orilla grata y salvífica de la cultura, para ser mejores, más inteligentes y menos manipulables, más humanos. Más felices. Al menos en El banquete soñamos, por apenas hora y media, que es posible.