Se ha estrenado hace pocos días una de las cintas más controvertidas de la temporada: La casa de Jack (La casa que Jack construyó, respetando el título original), del director danés Lars von Trier. Al margen de sus declaraciones siempre en el filo de la polémica contra moros y cristianos, que le han supuesto condenas y reprobaciones generalizadas, una de las acusaciones más habituales que recibe el realizador es la de su profunda misoginia, hasta el punto de que esta etiqueta se ha convertido prácticamente en una de las señas de identidad que se apunta invariablemente al hablar de sus películas. Las declaraciones esporádicas de algunas de sus actrices principales (Emily Watson, Björk, Charlotte Gainsbourg) han contribuido a subrayar esta percepción. Como si de “un hombre que no ama a las mujeres” se tratase, y en los revolucionados tiempos del #MeToo, las cintas de Trier se sirven como una cajetilla de tabaco, con un indicativo de “peligrosas para la salud”, y en especial para la salud de las mujeres. Y sin embargo, tras la cada vez más penosa resaca de San Valentín, me veo obligada a romper una lanza en favor del paladín de Dogma y a defender lo que hoy en cualquier corrillo cultureta parece indefendible: que Lars von Trier admira y ama a las mujeres y las deja expresarse en un lenguaje poco convencional y, de alguna manera, les asigna herramientas alternativas con las que defenderse (y hasta vengarse) en un mundo hostil en que los hombres poseen el discurso normalizado y el poder.
Se ha hablado reiteradamente de la supuesta –e intencionada– estupidez de las mujeres en el cine de Trier, pero lo cierto es que son muchos más los hombres de sus películas a los que cabría agrupar bajo semejante título. En realidad, las mujeres de Trier no son estúpidas, sino que son incomprendidas por expresarse en un lenguaje no convencional, con códigos que los hombres de su entorno desconocen. Eso no las convierte en estúpidas, sino en víctimas, en víctimas que luchan denodadamente por hacerse oír y entender. Algo, por otra parte, que remite de forma inevitable a la Antigüedad Clásica, a tantos mitos en que la fémina paga un precio muy alto por sobrevivir y por trasladar a la comunidad lo ineludible de una situación al margen de la norma. Esa lucha entre Apolo y Dionisio es la que libran los hombres y las mujeres en las películas del director danés. Es una lucha clásica y, a qué negarlo, con ribetes animales, porque el campo de batalla desciende con frecuencia al terreno de lo irracional sin que sea posible evitarlo.
No resulta extraño por ello recordar que Trier prácticamente comenzó su andadura dirigiendo para la televisión danesa, a partir de un guion póstumo de Carl Theodor Dreyer –otro gran admirador de la mujer–, una película llamada Medea. Medea no solo es una de las grandes figuras de la tragedia clásica sino una de las mujeres más terribles y al tiempo más conmovedoras de la iconología occidental. Medea tiene que llegar a cegar y matar a sus hijos para mostrar la abrumadora dimensión de la traición que ha sufrido a manos de su padre, primero, y de su marido y amante, después. Medea ha sido privada de la palabra reglada y tiene que entregarse a la exaltación del pathos, del sufrimiento pasional extremo, para hacerse oír entre el murmullo ensordecedor de los borbotones de su propia sangre.
Así pues, las mujeres de Trier no son, desde luego, arquetipos de la gran industria cinematográfica, pero tampoco meras ensoñaciones degradadas de un misógino: son mujeres colocadas en el abismo de la incomunicación, que sin embargo tienen la capacidad de rebelarse, y así la ejercen, con frecuencia partiendo desde la más pura ingenuidad, sumergiéndose en una suerte de mundo paralelo impensable para el resto, incluso hasta acabar sin alternativa posible en la más sórdida violencia. El reconocimiento del valor, y el amor mismo de Trier hacia estas mujeres se traduce no tanto en una exposición de sus circunstancias trágicas como en otorgarles la oportunidad de aullar y con ello desencadenarse. Pienso entonces en las desgarradas canciones de Selma (Björk) en Bailar en la oscuridad, luchando contra una ceguera inexorable e impuesta como un castigo divino; pienso en la inmolación de Bess McNeil (Emily Watson) en Rompiendo las olas, que accede a la más limpia redención, paradójicamente a través del adulterio; pienso en el ensimismamiento de Justine (Kirsten Dunst) ante la perspectiva de una vida mórbidamente perfecta y en la subversión a que arrastra a su hermana (Charlotte Gainsbourg) hasta zanjar un odio atávico con el impacto del planeta Melancolía contra la Tierra; pienso en Grace (Nicole Kidman) enfrentándose a los colmillos más voraces de la bondad institucionalizada y arrasándola por completo en una explosión de ira final en Dogville; pienso en “la mujer” sin nombre porque es todas las mujeres (de nuevo Charlotte Gainsbourg) que lucha en Anticristo contra los demonios de la maternidad y de la manipulación de la feminidad a lo largo de la Historia, sustanciada en una lúgubre a la par que autodestructiva venganza; pienso en, de nuevo, esa mujer sin nombre (y de nuevo Charlotte Gainsbourg) que, como una atormentada Lilith, escoge en Nymphomaniac el camino del placer y de la libertad, instalándose en el deseo y la concupiscencia más lacerantes como alarido desgarrado contra la mecanización del deseo masculino y su disciplina biopolítica.
En la tan criticada La casa de Jack lo que hay es una parodia del ser humano, que viaja desde el surrealismo al infierno en un trayecto de paradas imprevistas. Jack asesina a mujeres mientras busca el sentido de su propia existencia. El retrato del hombre que nos ofrece Trier a través de Jack es el de un ser cruel y un tanto desnortado que nunca se detiene. Curiosamente, es una de las poquísimas películas de su director en que la mujer no adquiere un papel relevante: La casa de Jack más parece un autoajuste de cuentas de Lars von Trier consigo mismo. Se echa de menos en su largo metraje su instinto amoroso, su clásico animal.