En el contexto del erial cultural en
que chapoteaba la España de posguerra, sobreviviendo a duras penas a la muerte,
el exilio, la ruina o, en el mejor de los casos, al pánico de sus mejores autores,
las obras de Jardiel Poncela estaban llamadas de forma natural al éxito por su inflexión
cómica y su soterradísima sátira social. Jardiel Poncela, en realidad, era más
apreciado por el público que por la crítica, y en cierto modo su afilado humor
funcionó como un estilete que acabó por ensartarlo en un confuso territorio,
alejado de todo y de todos. Eloísa está debajo de un almendro es uno de los
textos más reconocidos de su autor, que reúne una visión de la naturaleza
humana hilarante y pesimista a la vez, valiéndose de un curioso artificio literario,
a caballo entre la comedia y la tragedia, el vodevil y la intriga, el absurdo y
el costumbrismo; de tal manera que, sin acercarse en absoluto a las vanguardias
europeas del momento, fue capaz de presentar un producto difícilmente
clasificable en la producción dramática coetánea.
Seguramente por esta extraña
conjunción de rasgos es por lo que se monta aún hoy un Jardiel Poncela, y por ello
mismo también nos quedamos irremediablemente a distancia de la satisfacción. En
esta línea, la propuesta que nos acerca Mariano de Paco —vista este fin de
semana en el Palacio de Festivales— saca jugo y su debido brillo a las mejores
cualidades del texto jardielano, orientado por una correcta adaptación del mismo
que realiza Ramón Paso —a la sazón bisnieto del autor—, si bien debió pulirse aún
más la no escasa extensión de las partes más anacrónicas de la trama. Y es que
al espectador de hoy le pueden resultar simpáticas las delirantes costumbres
domésticas de los Briones, y se puede
ser incluso indulgente con ese pasaje ñoño aunque entrañable del Landrú que
finalmente no es sino un pobre pelagatos, pero la pormenorizada exposición de
los amoríos entre Mariana y Fernando, o la aburrida a la par que cavernaria historia
del asesinato de Eloísa, se hubieran visto muy beneficiadas con una notable
poda.
El montaje quiere venirse a nuestros
días mediante una peculiar apuesta visual, con un escenario minimalista y
eficaz, y unos figurines de aspecto futurista; la intención se consigue a
medias: en un principio sorprende por su originalidad, pero acaba por cansar el
estatismo escénico y la grisalla constante de las ropas, solo quebrada en los
últimos minutos por el rojo vestido de Eloísa.
Con mucho, la mejor baza del montaje
son todos y cada uno de sus esforzados actores (diez), que se creen sus
personajes (en número de dieciséis, en la adaptación) y nos los transmiten con
indesmayable brío.