Si
casa con dos puertas mala es de guardar, imagínense que fueran cinco, por las
que entran y salen actores sin parar y sin venir a cuento. Añadan además una
ventana por la que también —sí, en serio— entran y salen los actores sin razón
aparente. A partir de ahí, todo es posible en la Cronología de las bestias que tuvimos ocasión de padecer en el Palacio de Festivales en la noche previa a
la jornada de la lotería, tal vez como siniestro anticipo de que no nos iba a
tocar ni la pedrea. El argentino Lautaro Perotti es el responsable de texto y
dirección, y si evidentemente no estaba inspirado a la hora de escribirlo, hay
que decir que tampoco se le hizo la luz al dirigirlo.
El
asunto quiere revestirse de un tono dramático con leves toques de humor negro,
pero es difícil sostener en tono alguno una historia que carece del mínimo
sentido: por ahí andan un jovenzuelo que aparece de repente tras un sillón con
una pistola, su tía que está loca y se hace pis en escena, su madre que grita mucho
y pega tiros al aire, su primo que da patadas al mobiliario y tiene algo con la
madre gritona, y al fin un cura sin alzacuellos al que nadie ha llamado y que
más bien parece un torturador esquinado. Por si esto fuera poco, el quid de
la cuestión es que el chico ha estado fuera de casa once años retenido en un
taller de tejidos clandestino en un pueblo de por aquí cerca, y que entre tanto
su primo le ha quitado la cama, su tía se afana en tejer jerséis, y su madre se
ha cargado a alguien. En suma, y como relevante conclusión: que todas las
familias tienen esqueletos en el armario. Como las cosas de por sí ya están
claras, el autor se esfuerza en ilustrarlas con unos flashbacks delirantes,
en los que básicamente todos se dedican a beber cerveza mientras cruzan las
puertas (o la ventana) y repiten lo que hemos visto tres minutos antes.
Es difícil
concebir una obra con una estructura tan defectuosa, por no decir inexistente,
con unos personajes tan inverosímiles, y con unos monólogos tan
intrascendentes, pero en verdad Perotti lo ha logrado. Más que bestias, lo que
vemos son bestezuelas desorientadas que deambulan por el escenario en busca de
un director competente; el jovencito y el cura tienen mucho papel de pie, en
silencio y con la mirada perdida en el vacío, mientras la madre corre entre los
muebles que el primo va destrozando; la tía aparece de vez en cuando, y el
resto del tiempo suponemos que estará en el baño.
El
concepto escénico (Monica Boromello) es tan pobre como caótico, con un exterior
que no tiene función alguna en la obra, un interior estático y esa apariencia
de esperpéntico vodevil que da el salir y entrar constante. Los actores (Carmen
Machi, Pilar Castro, Santi Marín, Patrick Criado y Álvaro Lavín) no cuentan con
muchas bazas en semejante panorama, y desde luego no las juegan; todos sin
excepción están desubicados.
La fiesta termina con un inesperado Brassens cantando a todo volumen La mauvaise réputation, mientras estupefactos salimos de la sala y rogamos para el 2019 una programación teatral más digna en el Palacio de Festivales.
La fiesta termina con un inesperado Brassens cantando a todo volumen La mauvaise réputation, mientras estupefactos salimos de la sala y rogamos para el 2019 una programación teatral más digna en el Palacio de Festivales.