En tiempos en que es
bastante habitual perseguir lo comercial en los espectáculos a base de
planteamientos de brocha gorda, se agradece que se aborde una historia larga y
compleja a partir de lo pequeño, del detalle, de lo anecdótico, de referencias
instaladas en el acervo cultural, más que de ampulosos hechos narrativos. En
esta baza reside, posiblemente, uno de los grandes aciertos de Lehman Trilogy. Balada para sexteto en tres
actos, que bajo la dirección de Sergio Peris-Mencheta, recoge la batuta (y
el éxito) de la obra del dramaturgo Stefano Massini, estrenada en 2012 en el
Rond-Point de París. Una obra que duraba cerca de cinco horas en la
representación original y que en el montaje de Barco Pirata que hemos podido
ver este miércoles en el Palacio de Festivales se ve «reducida» a algo más de
tres.
Dado que el título lo
explicita todo, no son necesarias demasiadas explicaciones: el espectador se
enfrenta a los avatares de una gran saga, la de los hermanos Lehman, judíos
bávaros, desde su harapienta llegada a Estados Unidos en 1840, pasando por la
construcción de su gran imperio comercial, de intermediación y bancario, hasta
su conocida y estrepitosa caída en 2008. No es baladí el acompañamiento en
directo, en escena, de diversas músicas que aportan claves temporales y
culturales al devenir de la historia: canciones rituales judías, ragtime, rhythm and blues, canciones de Bob Dylan o los Beatles… La
propuesta tiene mucho de comedia, de suave (y a veces no tan suave) ironía, de
desenfreno, de admiración agridulce, de crítica.
La acción se
desarrolla en un escenario circular sobre el que se levanta una estructura con
dos vanos con visillos de varillas, coronados por sendas imágenes del Tío Sam,
y una potente iluminación de bombillas de camerino, todo lo cual remite
ineludiblemente al western polvoriento, al circo y al ilusionismo, pero también
al entorno más actual del espectáculo y los mass
media; en el centro hay una pantalla donde se proyectan con moderación
imágenes pertinentes a la narración, y más rótulos luminosos se activan cuando
la acción lo requiere. El artefacto, que se complementa son una suerte de
andamiaje en la parte alta, funciona a la perfección, generando diversos planos
simultáneos con coherencia, facilitando las intervenciones musicales desde
arriba y dotando al espectáculo de un gran dinamismo en la entrada y salida de
personajes y en las mutaciones escénicas gracias a la sección giratoria de la
plataforma circular. La gran iluminación de Juan Gómez-Cornejo juega muy bien
con las luces sepia en la primera parte, ofreciéndonos un aire de daguerrotipo,
y también con los claroscuros (muy bien resuelto el incendio de la plantación),
hasta las luces cegadoras de la falaz modernidad en la última parte.
Los actores están
espléndidos sin excepción, por la gran dirección de Peris-Mencheta pero también
por su extraordinario buen hacer y su capacidad de veloz caracterización: Litus
Ruiz, Pepe Lorente, Aitor Beltrán, Víctor Clavijo, Darío Paso y Leo Rivera dan
vida con convicción y soltura no solo a los diferentes miembros de la saga Lehman,
sino a más de cien personajes coyunturales. Cabe decir que su intervención
hubiera sido infinitamente más amable para el espectador sin una amplificación
tan desmedida, que con frecuencia empastaba las voces y sin cesar aturdía los
oídos.
El talón de Aquiles de la función seguramente está en su duración (más de tres horas: se terminó a las 12 de la noche), y más aún, en lo desequilibrada de la misma. Comprendemos que se nos quiere dejar muy claro cuál es el origen de todo el meollo Lehman, pero la primera parte se detiene en demasiados detalles banales y duplica innecesariamente las escenas con reiteraciones cansinas (la interminable canción del «todo se vende» acaba por agotarnos). Cuando concluye esta primera parte, una sección no pequeña del público deserta. Se entiende: ha habido aburrimiento real, palpable. A la vez, es una lástima: quienes se fueron se perdieron una muy buena segunda parte, que sin duda es la mejor planteada y articulada del espectáculo, aunque no acaba de pulir la prolongación innecesaria de escenas (por ejemplo, el gran hallazgo cómico de la selección de esposa por Philip no necesitaba multiplicarse por doce). Una vez que se ha logrado despertar vivamente nuestro interés, ansiamos la llegada de la tercera parte, que aun gustándonos constituye una pequeña decepción: frente a la morosidad de la primera, los hechos más cercanos a nosotros (y a qué negarlo: los más enjundiosos) se ventilan a la velocidad de la luz, sin apenas explicaciones, sin compromiso, sin entrar a fondo en unas cuestiones políticas y económicas que era necesario destripar (o al menos señalar), porque a causa de ellas la vida de millones de personas quedó desbaratada en todo el mundo, y una década más tarde sigue así.
El talón de Aquiles de la función seguramente está en su duración (más de tres horas: se terminó a las 12 de la noche), y más aún, en lo desequilibrada de la misma. Comprendemos que se nos quiere dejar muy claro cuál es el origen de todo el meollo Lehman, pero la primera parte se detiene en demasiados detalles banales y duplica innecesariamente las escenas con reiteraciones cansinas (la interminable canción del «todo se vende» acaba por agotarnos). Cuando concluye esta primera parte, una sección no pequeña del público deserta. Se entiende: ha habido aburrimiento real, palpable. A la vez, es una lástima: quienes se fueron se perdieron una muy buena segunda parte, que sin duda es la mejor planteada y articulada del espectáculo, aunque no acaba de pulir la prolongación innecesaria de escenas (por ejemplo, el gran hallazgo cómico de la selección de esposa por Philip no necesitaba multiplicarse por doce). Una vez que se ha logrado despertar vivamente nuestro interés, ansiamos la llegada de la tercera parte, que aun gustándonos constituye una pequeña decepción: frente a la morosidad de la primera, los hechos más cercanos a nosotros (y a qué negarlo: los más enjundiosos) se ventilan a la velocidad de la luz, sin apenas explicaciones, sin compromiso, sin entrar a fondo en unas cuestiones políticas y económicas que era necesario destripar (o al menos señalar), porque a causa de ellas la vida de millones de personas quedó desbaratada en todo el mundo, y una década más tarde sigue así.