CLEMENCIA BAJO EL FUEGO

«Una nube (no estaba claro de qué monte venía según se la veía de lejos; sólo luego se supo que había sido del Vesubio) estaba surgiendo. No se parecía por su forma a ningún otro árbol que no fuera un pino. Pues extendiéndose de abajo arriba en forma de tronco, por decirlo así, de forma muy alargada, se dispersaba en algunas ramas, según creo, porque reavivada por un soplo reciente, se disipaba a todo lo ancho, abandonada o más bien vencida por su peso; unas veces tenía un color blanco brillante, otras sucio y con manchas, como si hubiera llevado hasta el cielo tierra o ceniza.[…] Amplias capas de fuego iluminaban muchas partes del Vesubio; su luz y su brillo eran más vívidos por la oscuridad de la noche. Era de día en cualquier parte del mundo, pero allí la oscuridad era más oscura y espesa que cualquier otra noche.» Así describió Plinio el Joven en carta privada al historiador Tácito la erupción del Vesubio que tuvo lugar en las noches finales del mes de agosto del año 79 de nuestra era, y que sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano y cuyas cenizas llegaron a extenderse hasta Siria y Egipto.
Esta furiosa catástrofe fue el pórtico que recibió a Tito Flavio Vespasiano en su recién estrenado mandato como emperador, tras la muerte a finales de junio de su padre Vespasiano. El nuevo monarca no permaneció inconmovible ante la desgracia, antes bien, dispuso de una generosa cantidad del Tesoro Público para ayudar a las zonas damnificadas y propiciar su reconstrucción. Un año después, y precisamente en una segunda visita que realizó Tito a Pompeya para interesarse por los habitantes de la zona, se desató un estrepitoso incendio en Roma que se prolongó por tres días y que, sin causar destrozos definitivos, sí que dañó importantes edificios públicos; un desastre que nuevamente el César reparó acudiendo a su patrimonio particular. Así pues, podrían señalarse tres variables definitorias del reinado de Tito: la brevedad (solo dos años, del 79 al 81, en que le sobrevino la muerte con apenas 41 a causa de unas fiebres de origen indeterminado) y el fuego, que pareció perseguirle durante su periodo público; ya previamente a su ascenso al imperio la destrucción a fuego de Jerusalén —acción en la que parece que estuvieron más implicados sus soldados que él mismo— le granjeó numerosas críticas. La tercera sería la magnanimidad, rasgo de su carácter en el que parecen coincidir la mayoría de historiadores más allá del maniqueo Suetonio.
Si es verdad que emperadores de perfil facineroso han dado más juego a la hora de sugerir la composición de obras sobre ellos, no es menos cierto que la bonhomía también ha contado con adeptos entre libretistas y dramaturgos, sobre todo cuando se trata de buscar un espejo en el que reflejar las cualidades morales del gobernante de turno al que toca alabar. En este sentido, la proverbial clemencia del emperador Tito le vino como anillo al dedo a un Mozart que andaba, como de costumbre, en apuros económicos, y que hubo de componer en poco tiempo una loa explícita a la coronación de Leopoldo II de Austria como rey de Bohemia, aceptando así un encargo que previamente había desechado Salieri. Mozart rescata del Tito real su talante bondadoso, su propensión a la amistad y a la compasión y su desprecio del halago vano. También recoge hechos históricos certeros, como su relación con Berenice, princesa judía de estirpe herodiana despreciada por los romanos; el natural desprendimiento del emperador, que compromete su patrimonio propio en paliar las desgracias del pueblo; y las menciones a las ígneas catástrofes de Pompeya y la Ciudad Eterna, aunque en el caso de esta última introduce el libretista una conspiración que en la realidad no existió. Con todo este material compuso Mozart su última ópera, y no menor. En su partitura laten el pulso acelerado del gran diseñador de intrigas —para ello se inventa el salzburgués a Vitellia y a la pareja de Sesto y Servilia— a la vez que el más sereno y reflexivo sobre las implicaciones públicas y privadas del ejercicio del poder y de su lugarteniente: la autoridad; además, si la piedad —en el concreto sentido de la ‘pietas’ romana— y la clemencia parecen los asuntos principales de la ópera, no lo es menos la observación y aceptación de los altibajos en la relación amical, dado que justamente es la amistad uno de los tópicos más frecuentados en la literatura y el pensamiento del siglo XVIII.
El singular ritmo de la obra, con una fortísima presencia de recitativos y una cierta tendencia a la exploración psicológica y a la teorización, exige una puesta en escena muy atractiva para cautivar al espectador, y lo cierto es que el concepto de Fabio Ceresa desde la dirección de escena y de Gary McCann desde el diseño escenográfico han dado en la diana en la recentísima representación de La clemenza di Tito que se ha podido ver en el cercano Teatro Campoamor de Oviedo en estas fechas de Navidad. Desde una propuesta muy audaz en un vaivén entre lo clásico y lo neoclásico, entre lo modernista y hasta lo kitsch, y con escenas que recuerdan secuencias del cine de peplum y a veces menos noble —con piscina lúbrica incluida, en un guiño irónico muy de agradecer— e incluso una cierta estética de musical, aparte de otros referentes reconocibles, hay que admitir que semejante pastiche funcionó, y funcionó además muy bien, en un manejo excelente de los tiempos y los diferentes cuadros y el movimiento escénico de los personajes, lográndose una Clemenza de extraordinario dinamismo. A ello sin duda contribuyó también la muy encomiable iluminación de Ben Cracknell, que supo subrayar momentos muy dramáticos frente a otros de refinado lirismo, con luces cenitales y una sutil bruma que envolvió los pasajes más delicados.
El maestro Corrado Rovaris realizó un gran trabajo mozartiano al frente de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, fomentando una lectura transparente y minuciosa al tiempo, compacta pero con la necesaria atención a los solistas clave —en especial, esos clarinetes— y muy empastada y considerada con los cantantes. De entre estos, debe destacarse la voz de la mezzo Daniela Mack como impresionante Sesto: precioso timbre, amplia tesitura, impecable proyección y dominio de las medias voces, aparte de una indesmayable capacidad dramática. No muy distante, la joven mezzo catalana Anna Alàs se marcó un Annio delicioso que hizo crecer su papel circunstancial, con una voz muy bonita, homogénea y muy bien manejada, y combinada igualmente con una sorprendente movilidad escénica. Carmela Remigio fue una Vitellia lagartona en escena, pero vocalmente estuvo destemplada y pasó apuros serios en el registro bajo, mientras que el Tito de Alek Shrader, aunque entregado, se mostró abrumado por el peso de su papel conforme avanzaba la obra, cumpliendo con escueta corrección y con graves carencias en las agilidades. La soprano santanderina Alicia Amo fue una pizpireta Servilia que exhibió gracia y naturalidad en el canto desde su timbre bello y dúctil. Unidos al buen desempeño del Coro de la Ópera de Oviedo, Mozart conoció una noche dulce en que la clemencia no fue necesaria pero sí se reavivó su mensaje en estas fechas tan propicias.