La
nueva temporada teatral del Palacio de Festivales acaba de inaugurarse este
viernes con la obra de un dramaturgo muy representado en estas tierras: Alberto
Conejero. Todas las noches de un día
fue un texto premiado por la Asociación de Autores y llevado a las tablas por
Luis Luque, con Ana Torrent y Carmelo Gómez como únicos y estelares
protagonistas.
Con
ecos notables de Pinter y Maeterlinck, el texto de Conejero fluye entre las
paredes de un invernadero, una suerte de hortus
conclusus que asfixia intramuros a los personajes que pretende proteger. El
discurso de Todas las noches de un día se mueve entre lo poético y lo caótico
con fortuna desigual: hay grandes aciertos y flechas de luz en un marasmo
discursivo tan previsible como confuso. Y es que, aun conociendo desde el
principio lo que ocurre y lo que va a ocurrir —el simbolismo de los trajes rojo
y negro de Ana Torrent (Silvia) es demasiado obvio, y ya en los primeros minutos,
con el interrogatorio policial, queda clara la búsqueda esencial—, la acción se
desarrolla con ritmo desequilibrado y pega bandazos emocionales innecesarios,
probablemente en un intento de ahondar en la idea principal y en la psicología
de los personajes: Silvia, traumatizada por el violento incesto sufrido en su
juventud, se aísla en un jardín imaginario; en su papel de flor mancillada,
rechaza el amor delicado y verdadero que le ofrece su jardinero cuidador (Samuel,
quien a su vez arrastra un peculiar complejo derivado de la relación con sus
padres) y se entrega a la autodestrucción.
Desde el punto de vista escénico, el montaje se resuelve en un recoleto espacio que evoca la pequeñez del invernadero y su clausura respecto al mundo exterior; se echa en falta mayor imaginación al resolver varias escenas —los interrogatorios, los devaneos de Silvia, la propia contemplación y enumeración de las flores…—. De la pareja de actores conservamos el recuerdo de papeles inolvidables. Aquí, en cambio, no nos logran conmover: Carmelo Gómez como Samuel adopta un registro anodino que no abandona en toda la representación y que resulta muy forzado, mientras que la Silvia de Ana Torrent roza el exceso en más de un pasaje. Seguramente ambos están lastrados por los retorcimientos anímicos y léxicos que les impone el texto, por la demasía de noches que no dejan ver el día.
Desde el punto de vista escénico, el montaje se resuelve en un recoleto espacio que evoca la pequeñez del invernadero y su clausura respecto al mundo exterior; se echa en falta mayor imaginación al resolver varias escenas —los interrogatorios, los devaneos de Silvia, la propia contemplación y enumeración de las flores…—. De la pareja de actores conservamos el recuerdo de papeles inolvidables. Aquí, en cambio, no nos logran conmover: Carmelo Gómez como Samuel adopta un registro anodino que no abandona en toda la representación y que resulta muy forzado, mientras que la Silvia de Ana Torrent roza el exceso en más de un pasaje. Seguramente ambos están lastrados por los retorcimientos anímicos y léxicos que les impone el texto, por la demasía de noches que no dejan ver el día.