Y LA MÚSICA LLEGÓ A FUENTEOVEJUNA

En los albores de la España del siglo XVII había que ser muy cauto cuando se trataba de cuestionar los órdenes estamental y moral establecidos. La rigidez en el respeto a las jerarquías, implantado en un periodo demasiado extenso de abusos arbitrarios por parte de sagas nobiliarias con muy poco de nobles, condujo a la tácita asunción de que callar y soportar eran las mejores virtudes de quienes se hallaban en los estratos sociales más bajos, con independencia de sus recursos materiales. Fuenteovejuna, obra maestra absoluta del Siglo de Oro, y en realidad del teatro de todos los tiempos, supone un ejercicio orfebre no solo desde el punto de vista literario, sino desde una perspectiva social: lo que Lope de Vega plantea es una profunda revolución social, es un clamor solidario contra las veleidades de un individuo anómico, es una reivindicación en toda regla de los derechos de los menos favorecidos, es un alzamiento contra un concepto de honor en la mujer —bien lo sabía Lope, que a tantas amó— que la reducía a mero objeto sin voz ni voluntad ni voto. Pero Fuenteovejuna ensarta estos temas con hilo de seda, con respeto total, con precisión intachable para conducir de modo natural, sin aspavientos, a ese final inexorable en que descuella la modernidad. Ahí radica su maestría.
Sin duda tales mimbres representan un atractivo sumo a la hora de pensar en adaptar la obra a otros lenguajes, algo que se ha realizado con resultados desiguales, tanto en el cine (tenemos títulos en los años 40 y 70) como en la danza (excelente fue la coreografía de Antonio Gades de hace ya un cuarto de siglo). La música ha conocido su propia tentación recientemente, de la mano del compositor Jorge Muñiz, quien con el apoyo de la Fundación Ópera de Oviedo ha alumbrado una ópera de dos horas y media de duración que acaba de estrenarse en el Teatro Campoamor: un acontecimiento que surge en el 400 aniversario del drama original y que ha merecido la atención de toda la crítica nacional.
Muñiz ha trabajado estrechamente con el poeta Javier Almuzara a la hora de redondear la obra definitiva. Almuzara, buen conocedor de la poesía española y su métrica, ha realizado un esfuerzo titánico por reescribir Fuenteovejuna con un sentido más aprehensible y hasta apetecible para el espectador actual —al fin y al cabo, se trata de aportar un libreto a una ópera contemporánea—, pero sin atentar contra el espíritu de la obra original de Lope y rindiendo un evidente homenaje a la riqueza formal de nuestra literatura; este respeto también se manifiesta en las frecuentes citas y guiños encubiertos que se despliegan a lo largo del texto, dando con ello exitoso alcance a la caza de nuestras mejores letras. La música de Jorge Muñiz se apoya en el libreto de Almuzara para adentrarse en una partitura muy atenta a lo melódico y con múltiples influencias, recorrida también por dispares guiños a diferentes periodos y espacios: barroca, latina, norteamericana… Más atrevida resulta la escritura de las voces, a las que el compositor lleva a extremos que ponen en dificultad a los cantantes en varios pasajes.
En paralelo con la música y texto corre la dirección escénica, de la mano de Miguel del Arco. Y decimos en paralelo porque dramaturgo va por libre, o esa impresión produce, con respecto a la música y, sobre todo, al texto, del que se aleja con manifiesta incoherencia. Miguel del Arco construye su propia historia, que poco tiene que ver con la de Fuenteovejuna. Algo que no nos importaría, si no fuese porque existe un texto que a su vez remite a otro texto mayor. Pero Del Arco se va hacia una propuesta muy superficial y supuestamente provocativa, de cataclismo ecológico, gestualidad obscena, reivindicación antisistema y gore subido que poco tiene que ver con aquellos grandes temas que nos conmueven en el original: el honor, la protesta solemne y el compromiso colectivo. Tampoco ayudan mucho, por la parte escenográfica, responsabilidad de Paco Azorín, el oscuro simbolismo de las torres de alta tensión, las feístas y sanguinolentas proyecciones en que la acción se recrea durante minutos eternos, el dificultoso escenario ni el vestuario inconexo (¿para qué dejar a los cantantes en precarios harapos interiores?), por citar solo algunos elementos.
En lo que se refiere a los cantantes, puede destacarse la capacidad dramática de Mariola Cantarero (Laurencia), que hubo de bregar con un papel muy duro y exigente; aun con una vocalización a ratos deficiente y una voz no siempre bien colocada, hizo gala de un instrumento poderoso. Con ella, Francisco Crespo (Esteban, padre de Laurencia) y Damián del Castillo (Comendador) resultaron las estrellas de la noche; la partitura de Crespo tenía verdaderas simas que supo remontar con bastante soltura, en tanto que Castillo, aun con un papel menos difícil, exhibió sostenida seguridad y un timbre muy grato. Juan Antonio Sanabria (Mengo) y José Luis Sola (Frondoso) cumplieron con corrección, aunque este último anduvo justo en el registro alto. El coro tuvo muy buena presencia, y en especial en la escena de la muerte del Comendador resultó impactante, aunque se desenvolvió muy bien durante toda la ópera.
La orquesta y el director mostraron un excelente desempeño, conduciendo muy matizadamente la partitura.
En suma, una interesante velada que demuestra que un estreno de ópera puede ser posible coordinando creación, imaginación, voluntad y esfuerzo.