Tras
un más que respetable número de representaciones a la espalda desde su fecha de
estreno, recaló al fin en el CASYC de Santander, de la mano de la programación
cultural de la UIMP, La ternura, el
aclamado éxito de Alfredo Sanzol. Bajo las vestiduras de una ingeniosa comedia
isabelina de constantes y bien digeridas referencias shakespeareanas, Sanzol
nos conduce con mano firme hacia lo que es una constante en su producción
escénica: la reflexión sobre las delicadas relaciones entre los seres que se
quieren, sobre esa «ternura» que sintetiza un sinfín de emociones que pueden
cristalizar en atisbos de felicidad o en la añoranza de su cálido aliento.
Es
de alabar el ejercicio de limpieza que Sanzol nos presenta con su obra:
limpieza de texto, limpieza de artificios escénicos, limpieza de recursos
actorales. Todo en La ternura está a la vista y es teatro: seis actores en las
tablas, peleándose con sus propios papeles sin la ayuda de pantallitas,
proyecciones ni músicas extemporáneas. La
ternura es seguramente un trabajo menos personal que otros de su autor por
su evidente y confesada inspiración, pero a la vez es un tapiz de retales muy
bien armado. Partiendo del tópico de la guerra de los sexos, que Sanzol explota
con hilarantes líneas en sendos monólogos del Leñador Marrón y la Reina
Esmeralda, y sirviéndose de todas las convenciones del género posibles —confusión
de personajes, mujeres disfrazadas de hombres, magia, equívocos…— se nos va
guiando progresivamente hacia una conclusión no por previsible menos grata: la
exaltación de la necesidad de la ternura y de la asunción del riesgo como
argamasa esencial del respeto, el placer, el amor… y la vida.
La
función resulta equilibrada y simpática en todos sus términos. Tal vez se le va
a Sanzol un poco la pinza en la «orgía» final, a modo de catártica liberación
de las pasiones contenidas a lo largo de dos horas de representación, y que
resulta excesiva en su grosero regodeo; no obstante, se le perdona por la
gracia con la que introduce y reúne a todos los personajes en ese caótico
desenfreno.
Los
actores están sencillamente estupendos: la furibundia de la Reina Esmeralda de
Elena González, la desternillante vis cómica del Leñador Marrón de Juan Antonio
Lumbreras, la increíble versatilidad de Paco Déniz como Leñador Verdemar, el
irónico gracejo de Natalia Hernández como Princesa Salmón, la conmovedora
emoción de Eva Trancón en otro de los grandes monólogos de la obra —el de la
Princesa Rubí— y la indescriptible inocencia de un joven pero intuitivamente
sabio Javier Lara como Leñador Azulcielo. Y qué bien dicen su papel, además
—algo cada vez más difícil de escuchar—. Todo ello queda subrayado por una
sobria y funcional escena, una acertada iluminación y un bonito vestuario.
En suma, una dulce entrega con que afrontar la despedida de este verano fugaz que ya se aleja.
En suma, una dulce entrega con que afrontar la despedida de este verano fugaz que ya se aleja.