Cerca
de la bellísima Plaza de los Vosgos –la más antigua de París, emblemático lugar
donde por muchos años vivió Víctor Hugo–, lugar recoleto de descanso y
asombrosa y cálida arquitectura –no hay que perderse, por cierto, la
espectacular tienda de muñecos de Madame des Vosges que se halla a escasos
metros de una de sus entradas, en la rue de Birague–, se encuentra el Museo
Carnavalet de París, impresionante palacio que a lo largo de más de un centenar
de salas exhibe con morosidad la memoria de la ciudad. Allí se custodia un
lienzo no muy grande de Hubert Robert, pintor y además conservador del Louvre,
conocido jocosamente en el ámbito del Arte como “Robert des ruines” por su
afición a la reproducción de escombros de la Historia: el lienzo en cuestión es
L'église des Feuillants en démolition
(1805), obra que refleja precisamente la demolición de este convento
cisterciense, en el año de 1804, con motivo de la reorganización urbanística
parisina. De ese lugar sacro pleno de acontecimientos, ubicado en la actual rue
Saint-Honoré, hoy sólo pueden contemplarse los restos del ábside, pero hace
tres siglos allí tuvo lugar uno de los más singulares episodios de la Historia
de la Música.
El
Rey llega tarde. Es la costumbre. Jean-Baptiste Lully, el artista habitualmente
arrogante y colérico, no se enfada. En muchas ocasiones ha sido el Rey quien le
ha esperado a él, a Lully, el gran músico y danzarín, el cortesano favorito.
Porque es él, el artista (lejos ya en el vergonzoso recuerdo el nieto del molinero), Lully y solo él, el
elegido por los dioses. Llegue o no llegue el Rey, el espectáculo debe empezar:
ese espectáculo en honor del Rey, del Rey que no ha llegado. Todo un Te
Deum específicamente compuesto para Luis XIV, que ha emergido
victorioso de las garras de la más deleznable enfermedad y que no obstante no
se encuentra presente para atender tan colosal dedicatoria. Sileeence.
Todos deben escuchar la nueva creación de Jean Baptiste Lully en París, en el
majestuoso Couvent des Feuillants. Incluso el Rey ausente, en su aposento, o
dondequiera que se encuentre, escuchará la música de lejos y se rendirá a la
belleza de su eco. El Rey Helios, el dios rey que sabe bailar, como a Nietzsche
le gustaba. A Nietzsche también le fascinaba la hybris
que ensalza a los hombres para arrojarlos al abismo y el sarcasmo inapelable de
los dioses que pone todo en su lugar.
El
templo se ha dispuesto para la ocasión con el máximo esplendor: hay un
anfiteatro para los músicos y además efectos de luz, multitud de detalles
bañados en oro, tapices procedentes de los almacenes reales… De maestro de
ceremonias ejerce el nuncio papal, acompañado de varios obispos y una nutrida
corte eclesiástica; asombran todos ellos por la riqueza suma de sus vestiduras,
donadas al convento por la difunta reina Ana de Austria.
Lully
dirige enfáticamente la orquesta –acuden al lugar trescientos músicos, entre
voces e instrumentos, llegados de la Ópera y de varias de las iglesias de
París– con su excéntrico bastón, semejante a un caduceo; aún no era el tiempo
de las cómodas, minúsculas batutas. Golpea en el suelo. Crece el fervor y el
entusiasmo de los golpes y el pie de Lully queda ensartado, de repente, en la
tarima. Todo es tan rápido. Fin del concierto. 8 de enero de 1687. A los pocos
días a Lully se le gangrena un dedo, pero no quiere perderlo, y no se lo deja
amputar. Pocos días más tarde se le gangrena el pie, pero no quiere perderlo, y
no se lo deja amputar. Más tarde aún se le gangrena la pierna, pero no quiere
perderla, y no se la deja amputar. La avaricia de Jean-Baptiste Lully es la
misma avaricia de los hombres desde el comienzo de los tiempos: por no perder
una parte prefieren perder todo. A los dos meses y medio el gran artista, el
músico áulico, el genio que enseñó a bailar al Rey, el hombre que le calzó al
Sol sus primeros tacones dorados, es enterrado. Veintiocho años más tarde, en
una ironía de la Historia, Luis XIV morirá de una gangrena que comenzó a
treparle por las piernas; su médico verdugo no tardó menos en cortar que el
médico verdugo de Lully.
PARA ESCUCHAR
Jean-Baptiste Lully: La orchestre du Roi
Soleil. Jordi Savall. Le Concert des Nations. Alia Vox. 2014.
El
barroco francés, a pesar del extraordinario y fastuoso esplendor que conoció
durante su vigencia, ha resultado eclipsado con el paso de los siglos por otras
manifestaciones barrocas europeas. Precisamente este disco de Savall al frente
de Le Concert des Nations reivindica en toda su grandeza la auténtica
relevancia de la música gala del periodo, y en particular la del gran
Jean-Baptiste Lully, quien desde su atalaya franco-italiana y con un innovador
concepto revolucionó el mundo de la danza y de algún modo puede también ser considerado
creador de la ópera francesa. En este disco, que contiene precisamente aires de
danza, además de sinfonías y oberturas, se aprecia su maestría, subrayada por
unos intérpretes de lujo: Savall, que por supuesto emplea instrumentos
originales, sabe muy bien lo que hace cuando se trata de música francesa, y
este en concreto es uno de los mejores registros salido de sus manos, con unas
piezas que apelan por igual a lo aristocrático y a lo jovial; algunos cortes,
con violín solista y limitado acompañamiento, nos presentan a un Lully más
introspectivo y sorprendente, alejado de las pomposas exigencias cortesanas.