Vivimos tiempos de
reescritura de las normas que hasta ahora venían condicionando las diferentes
manifestaciones de ese árbol con innúmeras ramas que damos en llamar «cultura».
Parece que si vamos a la ópera no podemos disfrutar de la música, la trama de
un libreto inteligente o el sobrenatural encanto de las voces si todo ello no
se acompaña de una osada y «epatante» escenografía. Parece que si vamos a un
museo no podemos disfrutar del arte suspendido en las paredes a no ser que se
rodee la exposición de un complejo tinglado mediático en el que intervengan
muchos elementos decididamente alejados del concepto mismo de arte y más
próximos al mundillo del espectáculo de masas. Parece que si vamos al cine no
podemos disfrutar de una película si no es con los bastones añadidos del olor
palomitero y el sonido chirriante de latas y envases de plástico que contienen
productos cuya composición dista mucho de ser apta para el consumo humano.
Parece que si vamos al teatro ya no es suficiente con trabajar una buena obra y
concebir una escena fascinante y reivindicar cada buena lectura de un gran
texto, sino que hay que «reventar a los clásicos» –por usar la terminología muy
reciente de uno de los más laureados directores españoles de escena actuales– y
apelar a cualquier elemento externo a la dramaturgia que nos haga pensar que en
realidad no estamos viendo teatro.
Es evidente que todos
estos artificios contemporáneos derivan de una extraña necesidad, argumentada, sistematizada
e implantada ya hace algunas décadas, como es la de la deconstrucción. Tal vez
necesitamos destruir para sentir que estamos vivos, o tal vez en esa
destrucción y amalgama de lo preexistente aspiramos a un ejercicio de creación
para el que no contamos con la suficiente originalidad. Por lo demás, nunca
como en la Antigüedad Clásica fue tan noble y admisible el plagio, en tanto
muestra suma de respeto a los mayores referentes, del mismo modo que nunca como
ahora ha devenido en algo tan mancillado e indigno. A la perversión del plagio
se une la inclusión de supuestas novedades que ponen patas arriba los conceptos
más arraigados en nuestro modo de acercarnos a la práctica de la cultura.
Supongo que en esa extraña pareja de sumandos radica el espíritu actual de la
deconstrucción, concepto avejentado que muchos se resisten a abandonar para
poder huir en su nada hacia delante y continuar engañándonos impunemente.
Vamos a poner un
ejemplo que lo ilustre. Imaginen ustedes que acuden a ver una obra de teatro en
un glorioso y renovado escenario de la capital. Imaginen que la obra en cartel
es un clásico de finales del XIX que plantea una cuestión crucial de todos los
tiempos, y por cierto muy actual: el precio público y privado que hay que pagar
por sostener la verdad (la obra podría ser, por ejemplo, Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen). Imaginen que al llegar hay
un actor en bermudas tarareando una canción de Radiohead y una actriz luchando
por sostener una barra con globos en los que se puede leer el término griego ethiké y una pizarra con una casita
pintada y unas escuetas líneas —menudo trabajo de dirección—. Imaginen que
todos los actores van en ropa de calle —casi de estar en casa— y que empiezan a
hablar entre ellos acerca de algo que se supone que tiene que ver con la obra,
o tal vez con Aristóteles, aunque no lo tengamos demasiado claro. Imaginen que
al entrar les han entregado un programa de mano y dos cartulinas: una de color
verde que dice «SÍ» y una de color rojo que dice «NO». Imaginen que después de
algo de cháchara los actores se dirigen directamente a los espectadores —a eso
se le llama con pedantería «romper la cuarta pared»— para preguntarles ¡si
creen en la democracia! y pedirles, con muchas explicaciones, como a niños
bobos, dado lo complejo del procedimiento, que voten «con una sola» de las
cartulinas (salen muchos síes y algunos noes, nada dicen de las abstenciones).
Imaginen que a esta sigue otra pregunta totalmente extemporánea sobre el
derecho a la libertad de expresión de los miembros de la compañía (salen aún
más síes y aún menos noes). Imaginen que aún hay una tercera pregunta que
propone, ahí es nada, ¡que se renuncie a la representación de la obra en gesto
de apoyo a la libertad de expresión! Imaginen que no entienden ustedes la grotesca
relación entre las tres preguntas, que empieza a haber risas nerviosas en el
patio de butacas e incluso comentarios de espectadores que dicen que por ellos
que no se represente «ná». Imaginen que han pagado una entrada —no barata— para
asistir a tan lamentable espectáculo y que aún eso pretenden arrebatarles en
sus narices (porque si gana el «sí», todo quisque se va a casa). Imaginen a
cinco actores en escena riéndose de ustedes en su cara, a punto de embolsarse
el dinero de sus localidades en un ridículo y pueril juego de manos.
Imaginen que los
espectadores no son tan tontos y que votan mayoritariamente «no» (aunque no por
mucha ventaja), y que en consecuencia obligan a los actores a ganarse la cena.
Imaginen que después de una breve representación en que se asiste a un Ibsen
jibarizado, el actor principal se aproxima al patio de butacas y ahí rompe
radicalmente con la obra, engarzando por los pelos y sin previo aviso un
extenso monólogo contra el sufragio universal. Imaginen —horror de horrores— que
tras el fin del monólogo aparecen unos individuos con micrófonos que instan a
los espectadores a dar su opinión en megafonía sobre el particular. Imaginen que
se entabla una cháchara improvisada y sin solidez alguna —en correspondencia
con la banalidad del monólogo precedente— en que se esgrimen argumentos como en
el salón ante la tele, o con los compis en el café, sin aludir a autor o
corriente de pensamiento o libro alguno. Imaginen que incluso hay un argentino
entre el público que se enfrasca en una errática intervención interminable y
que tras él —como era previsible, se ha hecho tarde— se da por terminado el
espectáculo. Imaginen que tras tan triste clausura, que no conclusión —pues qué
conclusión cabía esperarse de tan descabellado asunto—, y ya en la ansiada la
salida, les requieren como última bofetada la devolución de las
cartulinas-papeletas.
Imaginen que con la
excusa de la modernidad les quieren dar gato por liebre. No se dejen: no, ni
siquiera en este torpe siglo nuestro vale todo.