TRÁNSITO DE LA TIERRA AL CIELO

El Festival Internacional de Santander cerró su 67 Edición con una jornada protagonizada por la Budapest Festival Orchestra bajo la batuta de Ivan Fischer, con un programa de interés in crescendo que exigió múltiples y singulares cambios en la disposición de la orquesta.
No se trata de la primera visita de la BFO al Festival santanderino, y lo cierto es que siempre es grato recibirla por su excelente desempeño y sus, en general, apetecibles programas. En este caso, se inició la noche con una pieza un tanto de circunstancias: un homenaje al compositor rumano George Enescu –el breve Prélude à l’unisson, que abre su Suite núm. 1 para orquesta, localizada en los mismos inicios del siglo XX– que calentó esencialmente las cuerdas de la orquesta, ya que es la única sección que interviene, además del timbal. Si bien la obra en sí, aun siendo una de las más conocidas de Enescu, seguramente no entusiasma, es cierto que nos llamó la atención su ejecución, que en absoluta ausencia de armonía vertical nos condujo a la apreciación de la buena forma de la cuerda de la orquesta, en perfecto equilibrio con el sonido del timbal y capaz de crear una interesante atmósfera aun en su encorsetado formato.
A Enescu siguió Bartók y su Música para cuerdas, percusión y celesta. En este caso, la orquesta se bifurca en dos cuerpos de cuerda simétricos, dejando la percusión en el centro. Con una interpretación muy correcta, aunque no excepcional, Fischer acometió esta obra inquietante del compositor húngaro con relativa tibieza. Se trata de una obra muy misteriosa y oscura, en especial en ese tercer movimiento, Adagio, ejemplo insuperable de entre los nocturnos de Bartók que todos recordamos por acompañar algunas de las escenas más angustiosas de la película de Kubrick, El resplandor. Se echaron en falta mayores contrastes aunque fueron brillantes los efectos de percusión y la cuerda exhibió la belleza de su compacto sonido.
Tras el descanso, llegó la que sin duda fue la obra de la noche: la Cuarta Sinfonía de Mahler. Nuevo cambio en la disposición de la orquesta, con un evidente refuerzo del poder de la cuerda al situar los ocho contrabajos en alto y al fondo y también al elevar escaladamente los violines a los costados, envolviendo así a la percusión y los metales. El maestro Fischer, gran mahlerista, hizo una imponente lectura lírica –espectacular en sus movimientos tercero y cuarto– de esta partitura sinfónica del compositor bohemio, menos dramática y más puramente espiritual que otras suyas. Fue un auténtico placer disfrutar del impecable empaste y equilibrio de la orquesta, con todas sus secciones elevándose como una sola y armoniosa voz. Asimismo, la delicada conjunción de las flautas, los arrebatos del pícaro clarinete, los envolventes contrabajos, el embriagador primer violín… todo se confabuló para conducir al auditorio con segura pero tierna batuta desde los iniciales pasajes terrenales hacia la progresiva y definitiva ascensión celestial. En su pórtico nos recibió la espléndida, cálida y carnosa voz de la soprano alemana Christina Landshamer que interpretó con dulzura suma Das himmlische Leben, prestando mucha atención al fraseo y a la emisión de su voz, no muy potente y débil en los graves pero en general bien proyectada.
El concierto bien pudo –y quizá debió– haber terminado aquí, en la visión del cielo, pero la insistencia en la ovación del público y el deseo de complacer por parte de los músicos llevó a estos a ofrecer una curiosa y mágica propina: los propios instrumentistas actuaron como coro para arropar una peculiar versión del «Laudate Dominum» de las Vesperae Solennes de Confessore de Mozart, nuevamente con Landshamer como solista, que con su amén final dejó al mayor del auditorio más que agradecido.

(Fotografía de Pedro Puente Hoyos)