En la palabra y en la música se hallan las dos cualidades distintivas
del ser humano. Una suerte de callado debate, cuando no enconada y violenta
confrontación, se ha producido siempre entre ambas manifestaciones, en un
intento de obtener la preeminencia, el primer puesto en el podio de la
civilización, de la cultura, de la distinción del hombre frente al resto de los
seres del mundo. Cuál es preeminente, cuál más necesaria, cuál es anterior,
cuál es más intelectual y cuál más emocional. Los partidarios de una u otra
llevan siglos enredados en una discusión bizantina. De esa contienda entre
Olivier (la palabra) y Flamand (la música), la condesa de la ópera Capriccio de Richard Strauss optó por atender a ambos pretendientes. Sin duda, es lo más
inteligente. Ya escribió Wisława Szymborska que elegir conduce siempre a la
equivocación.
Quizá uno de los puntos de inflexión más interesantes de este debate se
encuentre en la incardinación de la palabra o la música con el devenir del ser
humano en la Historia. Está claro que la palabra es capaz de situar exactamente
la posición del hombre en el transcurso de los siglos. Pero, ¿y la música? En
su precioso libro sobre la música del siglo XX, El ruido eterno, Alex Ross
apuntaba que «articular la conexión entre la música y el mundo exterior sigue
siendo endiabladamente difícil. El significado musical es vago, mutable y, en
última instancia, profundamente personal. No obstante, aun cuando la historia
no pueda nunca decirnos exactamente qué significa la música, ésta sí que puede
decirnos algo sobre la historia».
De algún modo, esta reflexión parece respirar en el concepto que inspira
la magnífica exposición Músicas de la Antigüedad, que puede verse en el
CaixaForum de Madrid hasta el 16 de septiembre. La exposición no se ciñe
únicamente a la búsqueda de los orígenes de la música desde un punto de vista
arqueológico, sino que también rastrea en algo mucho más inaprehensible: en su
impronta, en las diferentes emociones que genera en el ser humano e incluso en
su acción dentro del curso de la Historia. Así es como cabe entender que, a su
manera, la música habla, y aquí se cerraría el círculo perfecto. Más obvio, si
cabe, resulta este asunto si escuchamos el Himno a Nikkal, recogido en una tablilla
que se custodia en el Palacio Real de Ugarit, en Siria, y cuya transcripción
sonora tenemos oportunidad de oír en la exposición del CaixaForum. Esta
tablilla de signos cuneiformes sirvió de base al alfabeto fenicio y, a su vez,
sirvió para el desarrollo del alfabeto griego: una vez más, el círculo se
cierra. La tablilla incluye instrucciones para el cantante y para la música de
acompañamiento, destinada a un sammûm, una especie de arpa de nueve cuerdas. El
Himno a Nikkal o Canción de Ugarit, de en torno al 1400 a.C., se considera
convencionalmente la canción más antigua del mundo, con básicas nociones de
armonía. En la interpretación a que podemos acceder en CaixaForum sorprende su
modernidad y su melancolía.
Más allá de las manifestaciones musicales per se, en el mundo antiguo
son múltiples las referencias más o menos tangenciales a la música: adquiere un
papel esencial en el desarrollo de los mitos, se representa con asiduidad en múltiples
escenas en pinturas y esculturas, se escriben tratados técnicos sobre ella, se
emplea para insuflar ardor en los guerreros o placer en los banquetes, es un
lenguaje indispensable en el sentir religioso de los ciudadanos y en la
liturgia devocional. Decía Nietzsche que no era capaz de concebir un dios que
no supiera bailar, y en verdad la conexión entre música y religión es esencial.
En la exposición, por ejemplo, podemos contemplar en varias estelas romanas cómo,
en los sacrificios rituales, la cítara contribuía a aislar a los presentes del
ruido y a complacer a los dioses. Tampoco debe olvidarse que entre los antiguos
griegos el término ‘música’ no se refería en exclusiva a los sonidos, sino
también a la danza y al texto (otra vuelta de tuerca sobre la unión indisoluble
de ambos lenguajes). Pero además existe una innegable interconexión entre
mitología musical y sentimientos en la Antigüedad: el amor más allá de la
muerte en Orfeo, el terror que inspiran las Sirenas en los navegantes…
A partir de un conjunto de 373 fantásticas piezas llegadas desde varios
museos –el Louvre en su mayoría, pero también el Metropolitan Museum de Nueva
York, los Musei Capitolini romanos y el Museo Nacional de Arte Romano de
Mérida– podemos formarnos una idea de cómo la música contribuyó a modelar la
vida de los hombres y mujeres de la Antigüedad, en sus aspectos estéticos,
civiles, domésticos, bélicos, espirituales, emotivos... Y así explicarnos cómo
continúa haciéndolo en la actualidad.
RECOMENDABLE
Música de la Grecia Antigua. Atrium Musicae de Madrid. Dir.: Gregorio
Paniagua. Harmonia Mundi. 1978 (sucesivas reediciones).
Grabación verdaderamente clásica y pionera en los registros
relativos a las enigmáticas y fascinantes músicas antiguas. En concreto, este
disco aborda una serie de piezas rescatadas de papiros cuidadosamente
reconstruidos y empleando instrumentos muy cercanos a los que en su tiempo
debieron de utilizarse. El resultado es un registro que abarca piezas del siglo
V a.C. al IV d.C., con cortes inquietantes y magnéticos en los que además se
aprecia también el canto en lengua griega. Paniagua emprendió con esta
grabación una aventura audaz y admirable. Posteriormente, otros grupos han
frecuentado estas sendas, pero el rigor aperturista de este disco lo convierte
en indispensable en cualquier para melómanos, amantes de la Historia y curiosos
en general.