El curso de la Historia se ha visto agitado en su devenir por las
procelosas aguas de los hechos confusos, de las conjuras que bajo una
apariencia encubrían en realidad intereses espurios de manejos y conspiraciones
de pretensiones opuestas. La proliferación de lo que en la actualidad se
denomina como «teorías conspiranoicas» no sin cierta sorna debería
preocuparnos, dado que obedece a la perpetua manipulación de los pueblos por
las aleves pretensiones o ambiciones de sus políticos. Así, hemos asistido a bombardeos,
revueltas, deposiciones de gobernantes, ejecuciones… cuyos culpables en
principio tenían un nombre y apellidos que el paso de los años, o las décadas,
o los siglos, se han encargado de desmantelar y poner en su debido lugar. En
los tiempos que corren estas acciones proliferan y son la causa del radicalismo
y la incertidumbre que minan la dignidad de tantos países, con sus indeseadas
consecuencias.
Por supuesto, estas maniobras ya se practicaron en el pasado —nihil novum sub sole— y algunas de ellas,
con el transcurso del tiempo, nos sirven no solo para situar los hechos en su
contexto adecuado sino para indagar con mayor acierto en la catadura de sus
protagonistas. En algunos casos, ni siquiera la pátina de los siglos ha logrado
desempolvar el misterio de determinadas maniobras. Uno de los más interesantes
es sin duda el de la llamada «Conjuración de Venecia», acaecida en 1618, hace
ahora 400 años. Tras unas jornadas de intensa violencia en la no tan Serenísima
ciudad de los canales, con la aparición de muertos flotando en las aguas y
cadáveres colgados por los pies ante la mismísima puerta del Palacio Ducal. Se
supone que los cuerpos represaliados lo fueron por participar en una conjura de
origen español para desestabilizar a la por entonces rica y sin embargo débil
República de Venecia. El tercer Duque de Osuna, Pedro Téllez Girón, apodado no
sin razón «Miedo del Mundo», al servicio de Felipe III, y su por entonces
secretario, el malicioso escritor ¡y espía! Francisco de Quevedo y Villegas, se
hallaron en el ojo del huracán como instigadores de la conjura; aunque los
ajusticiados y asesinados eran de origen francés, habían trabajado previamente
como mercenarios al servicio del Duque de Osuna. En público se quemaron dos
muñecos con las efigies del Duque y Quevedo porque no lograron ser capturados
para quemarlos en persona. Quevedo describe hiperbólicamente sus desventuras
para librarse de las asechanzas de sus asesinos, de los que logró huir, según
su relato, disfrazado de mendigo y valiéndose de su perfecto dominio del acento
veneciano. A día de hoy, no está tan claro que la conjura no fuera en realidad
una artimaña de los venecianos, una excusa para encararse con los españoles,
que les resultaban odiosos y amenazantes por múltiples motivos, esencialmente
políticos y económicos. Semejante proceder hoy no se nos antoja tan raro, es
más, nos resulta bastante familiar. Aun con todo, los venecianos no lograron
eludir el declive: el Mediterráneo ya no era el mar de los grandes
acontecimientos, que ahora tenían lugar en el Atlántico, los turcos y los
europeos continentales adquirieron mayor fuerza y, solo una década más tarde,
la peste hizo presa en la ciudad, diezmando su población.
Este fascinante episodio, en virtud de su efeméride, ha servido al
ensemble Tiento Nuovo, bajo la dirección musical del brillante clavecinista
Ignacio Prego, para alumbrar un espectáculo guiado por el recitado de algunos
textos de Quevedo —a cargo del conocido actor Pedro Casablanc, sobrio y un
punto desapasionado en sus intervenciones— y ofrecer obras de algunos de los
más brillantes exponentes de la música barroca veneciana y española coetánea a
los sucesos, en una fantasía que pudo apreciarse en el Paraninfo de la
Magdalena bajo los auspicios de la UIMP.
Si Quevedo formó parte con absoluta justicia del Siglo de Oro de las
letras hispánicas, la música italiana del momento no le fue en zaga. En los finales
del XVI y comienzos del XVII en Italia se da una auténtica explosión de belleza
(qué extraordinario refinamiento en las cantatas), de introducción de
variaciones en los formatos convencionales (como la sonata), de invención o
afianzamiento de nuevos géneros (como la ópera o la sinfonía). Incluso grandes
compositores de otros países europeos cedieron a la tentación de sumergirse en
los modos y la lengua italianos. Justo en los años inmediatamente posteriores a
la Conjura de Venecia se produjo también un movimiento insólito: el apogeo de
la mujer en el ámbito de la composición. Los principales discípulos del gran
Francesco Cavalli, director musical de la Basílica de San Marcos y sin duda una
de las mayores glorias intelectuales de su época, fueron mujeres: Betta
Mocenigo, Fiorenza Grimani, Antonia Padoani y, por supuesto, Barbara Strozzi
(nacida en 1619).
Ignacio Prego optó en su programa por una alternancia de músicas
italianas y españolas —bastante conocidas, por cierto, para los amantes de
estos repertorios— para mejor cimentar su propuesta, por lo demás con un
concepto interpretativo muy a L’Arpegiatta. De entre los compositores italianos
escogió a algunos de los más «precoces» y exquisitos: Monteverdi, Merula,
Uccellini, Marini. En la facción española situó a Bartolomé Selma, José Marín y
Juan Hidalgo. El ensemble funcionó realmente bien en la mayor parte de sus
instrumentos: diáfano clave, fantásticos violines, cello delicado, intrépida
tiorba y guitarra barroca, contundente pero precisa percusión. Únicamente se
detectaron desafinaciones en el cornetto a lo largo de la práctica totalidad
del concierto. La soprano que se encargó de las obras cantadas, Lucía
Martín-Cartón, no estuvo a la altura del repertorio abordado a pesar de su
entusiasmo; su instrumento evidenció carencias técnicas, debilidad en los
graves e inseguridad en las ornamentaciones; siendo su voz bella, es de esperar
que dentro de un tiempo pueda acometer con mayor solvencia estas obras, por
otra parte muy exigentes. En todo caso, Prego insufló vida y expresividad a su
propia fantasía musical, gozosa y disfrutable, que además estuvo muy bien
arropada escénicamente por una variada y atinada iluminación.
RECOMENDAMOS:
Altri canto d’amore. L’estro d’Orfeo. Obras italianas del
siglo XVII: Claudio Monteverdi, Biagio Marini, Barbara Strozzi, Marco Uccellini,
Marco Tarquinio Merula, Francesco Cavalli, Riccardo Rognoni. Challenge
Classics. 2017.
Disco iniciático de este
magnífico quinteto español dirigido por Leonor de Lera. Belleza impoluta y sin
alharacas en la ejecución de un repertorio irrepetible del Settecento italiano.
Exquisitez, rigor, pura belleza. Una estrena de lujo para un ensemble que
augura grandes alegrías para el melómano.