No cabe duda de que escuchar la Novena Sinfonía de Mahler es
siempre un acontecimiento, tanto a nivel personal —su capacidad de inducir
emoción en el oyente es indescriptible— como público, pues por su exigencia no
se programa de modo habitual en los auditorios. Mucho se ha hablado sobre si la
Novena es una suerte de «canto de cisne» del compositor bohemio, dado que su
muerte estaba relativamente próxima (apenas dos años más tarde) y para entonces
había atravesado multitud de calamidades en lo profesional y en lo privado: su
dimisión de la Ópera de Viena, la muerte de su hija mayor, el diagnóstico de su
enfermedad cardiaca, la relación de Alma con Gropius… Por todo ello, para
muchos esta novena sinfonía final es una despedida en la que resuena el
sufrimiento, la lucha y la paz final ante la muerte; según otros, no es este el
espíritu que recorre la composición, sino que sencillamente se trata de un
despliegue de asombrosa sabiduría musical que culmina en una poderosa catarsis.
Se vea como se vea, la audición de la Novena, protagonista
de programa único, era un plato muy esperado en el Festival Internacional de
este año, máxime con la presencia como director de Simon Rattle, reconocido
mahleriano, al frente de la London Symphony Orchestra, de la que hace pocos
meses es director titular. El maestro salió sin partitura y sin ella
transcurrió todo el concierto, lo que da una idea de su profundo dominio de la
misma. Tan solo se permitió unos breves descansos entre movimiento y movimiento
para atacarlos con la entrega necesaria, y entendemos que también para permitir
al público digerir la increíble magnitud de lo que allí estaba ocurriendo.
Rattle demostró no solo conocer la partitura sino la textura de las diferentes secciones de la orquesta, pues con ellas jugó a su antojo durante toda la velada, con sabias transiciones entre ellas y a la vez generando contrastes de insólita belleza. Con violines a izquierda y derecha para crear un sonido aún más envolvente, Rattle manejó esa especie de «bestia dormida» que se agazapa en el Andante, enfatizándolo y disolviéndolo, creando una maravillosa tensión de clímax y anticlímax. Deben destacarse las magníficas intervenciones del primer violín, flauta y clarinete. En el segundo movimiento hay un estallido de alegría que ilumina toda la composición, cuyo carácter danzarín Rattle subrayó con el espectacular brillo de la cuerda; es una suerte de antesala con la que se nos introduce en el Rondó Burlesco, de gran fuerza dramática y resonancias militares. Rattle insufló un tiempo rápido y de extraordinaria tensión, que culminó en unos espectaculares platillos, tras de los cuales la trompeta y los trombones introdujeron un tema inquietante, casi siniestro, superpuesto a la desenfrenada entrega de la orquesta, sabiamente controlada por la batuta, que supo extraer una música sarcástica y amarga. Así desembocamos en el Adagio final, hermosísima página de hondo sentimiento que oscila entre una remota nostalgia y una profunda catarsis sobrevenida tras una larga travesía, y que Rattle supo pespuntear en una extraordinaria exhibición técnica. Fantástica fue la calidez de la cuerda, balanceada por la sabia batuta de Sir Simon, generando prolongados pianissimi que estremecieron el espíritu con delicadeza extrema. Lamentablemente, casi en el final de este éxtasis un teléfono móvil en la fila 7 intentó con pertinacia —inexplicable— arruinar la conclusión de una velada extraordinaria. Por fortuna, restaban aún los últimos segundos y ese silencio redentor en el alma «que queda balbuciendo», prolongado al límite a propósito por el director. Hasta la avalancha de aplausos finales parecía sobrar, aunque la hubo, y bien merecida, en una noche tan monumental como conmovedora.
Rattle demostró no solo conocer la partitura sino la textura de las diferentes secciones de la orquesta, pues con ellas jugó a su antojo durante toda la velada, con sabias transiciones entre ellas y a la vez generando contrastes de insólita belleza. Con violines a izquierda y derecha para crear un sonido aún más envolvente, Rattle manejó esa especie de «bestia dormida» que se agazapa en el Andante, enfatizándolo y disolviéndolo, creando una maravillosa tensión de clímax y anticlímax. Deben destacarse las magníficas intervenciones del primer violín, flauta y clarinete. En el segundo movimiento hay un estallido de alegría que ilumina toda la composición, cuyo carácter danzarín Rattle subrayó con el espectacular brillo de la cuerda; es una suerte de antesala con la que se nos introduce en el Rondó Burlesco, de gran fuerza dramática y resonancias militares. Rattle insufló un tiempo rápido y de extraordinaria tensión, que culminó en unos espectaculares platillos, tras de los cuales la trompeta y los trombones introdujeron un tema inquietante, casi siniestro, superpuesto a la desenfrenada entrega de la orquesta, sabiamente controlada por la batuta, que supo extraer una música sarcástica y amarga. Así desembocamos en el Adagio final, hermosísima página de hondo sentimiento que oscila entre una remota nostalgia y una profunda catarsis sobrevenida tras una larga travesía, y que Rattle supo pespuntear en una extraordinaria exhibición técnica. Fantástica fue la calidez de la cuerda, balanceada por la sabia batuta de Sir Simon, generando prolongados pianissimi que estremecieron el espíritu con delicadeza extrema. Lamentablemente, casi en el final de este éxtasis un teléfono móvil en la fila 7 intentó con pertinacia —inexplicable— arruinar la conclusión de una velada extraordinaria. Por fortuna, restaban aún los últimos segundos y ese silencio redentor en el alma «que queda balbuciendo», prolongado al límite a propósito por el director. Hasta la avalancha de aplausos finales parecía sobrar, aunque la hubo, y bien merecida, en una noche tan monumental como conmovedora.