TRISTANA DE AQUÍ TE PILLO, AQUÍ TE MATO

Es obvio que el personaje de Tristana para Benito Pérez Galdós hubo de tener una significación especial, si atendemos a su biografía particular. Sus archiconocidas relaciones con Pardo Bazán dieron paso a las algo menos conocidas –aunque bien documentadas epistolarmente– con la actriz de raíces cántabras Concha Morell, un animalillo salvaje de los que a don Benito le gustaba amar sin cortapisas –a la manera decimonónica– y ensartar con un alfiler con sadismo entomológico.
De Tristana la mayoría del público recordará la versión de la seductora dama que dibujara Buñuel, y que en realidad tenía muy poco que ver con la mujercita galdosiana. La Tristana del novelista canario es una polilla que se ilusiona con el espejismo de la libertad y en él acaba no solo abrasada, sino devastada y conducida al camino recto con un perverso ensañamiento que hace pensar que el autor necesitara de tratamiento psiquiátrico.
Según pudo verse este fin de semana en el Palacio de Festivales, el dramaturgo Eduardo Galán ha trazado una versión de Tristana en que sortea los brutales zarandeos psicológicos a que se ve sometido su personaje, limitándose a una narración apresurada de los hitos más evidentes de la obra. Tal es su premura que, cuando aún no nos hemos repuesto del banal retrato de una Tristana ligera de cascos, ya la tenemos enamorada, unos minutos más allá sin pierna y acto seguido, como quien no quiere la cosa, yendo devotamente a la iglesia, olvidada de sus anhelos de independencia y casada con su rijoso protector. Una lástima, porque es precisamente hondura psicológica lo que necesita esta obra para que hoy, en 2018, no nos parezca de cartón piedra.
El montaje del asunto se ha resuelto con un escenario polivalente en diferentes planos que cubre todos los cuadros posibles: casa, lecho mancillado, calle, estudio del pintor, retiro mediterráneo… De esta amalgama escénica se deriva la confusión en el tránsito de personajes de un cuadro a otro, que entran por cualquier sitio sin orden ni concierto, y el abuso de tránsitos a negro, todo ello pespunteado con escaso éxito por su director, Alberto Castrillo-Ferrer. Errado pareció también el machacón empleo de la música, de temas ingratos y no muy elocuentes, que incluso se comía la voz de los actores. El vestuario se liquidó con unos trajes de época de escasa vistosidad. 
En cuanto a los actores, es obvio que la función la asume casi entera Olivia Molina en el papel de Tristana, poniendo toda la carne en el asador de su endeble papel, incluso ilusionándonos en algunos pasajes por la gracia de su buen hacer. La sigue Diana Palazón, que cumple con firmeza y donaire su arquetípico papel de criada. José Luis Ferrer como don Lope se ve excesivamente envarado e inexpresivo, y Alejandro Arestegui se limita a pasar por allí.