El Diccionario de la Real Academia Española define ‘amor’
con dos acepciones bastante discutibles. La primera de ellas nos dice que se
trata de un «sentimiento intenso
del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el
encuentro y unión con otro ser». Ahí es nada:
insuficiencia y necesidad son, ni más ni menos, dos de los pilares básicos de
la insatisfacción humana. Mal pinta el asunto si para arreglarnos la vida
estamos sometidos a un sentimiento que nos impone una necesidad; pero, sobre
todo, nos desalienta aún más el panorama que pinta la RAE, calificándonos como
seres insuficientes que precisamos por fuerza de otro ajeno que nos haga más
redondos y felices. Rematando la faena, la segunda acepción del término que la
provecta institución nos aporta indica que el amor «nos completa, alegra y da energía para
convivir, comunicarnos y crear»: esto es, sigue
insistiendo en nuestra naturaleza medio vacía —¿se acuerdan de ese horroroso
soniquete veraniego: «sin ti no soy nada»?—
y en nuestra incapacidad para ver los colores de la vida si no vienen
acompañados de arrumacos en la oreja. Lo de la creación, finalmente, acaba de
darnos la puntilla, pues si hay un acuerdo bastante generalizado entre los
creadores —que nunca suelen estar de acuerdo en nada— es que el estado de
enamoramiento no suele ser precisamente el más fructífero, al menos desde la
perspectiva del retorno estético valioso. Así parece confirmarlo la propia
definición de ‘amor’, muy poco provechosa, como se ha visto, pero que tal vez
fue redactada por un académico que estaba o ansiaba estar in love.
En el principio de todo fue el dolor.
No el verbo, sino el dolor, que por supuesto es muy anterior al uso de la
palabra. Ya la historia de Adán y Eva, más allá de las fabulaciones de Jaime Sabines
—muy poco románticas, por cierto, a pesar de lo que
creen quienes no las han leído—, es la narración de un encuentro destinado
a acabar mal. La serpiente y la manzana no son sino un pretexto para mandarlo
todo al cuerno, igual que la expulsión del Paraíso es en realidad una metáfora
del acabamiento de la tontuna del amor. Adán y Eva pronto se dieron cuenta de
que lo suyo no iba a funcionar, a pesar de lo cual alumbraron hijos
conflictivos —el aborrecimiento y la tristeza nunca han excluido el sexo y sus
productos— y se complicaron la vida y nos la complicaron con ellos a todos los
demás. Adán y Eva sufrieron, las pasaron canutas, y seguro que más pronto que
tarde se dieron cuenta de que en realidad se odiaban. Ese odio desde entonces
nunca ha dejado de existir.
La de los sexos disgregados que
deben reencontrarse es una idea atávica cuyo principio es muy elemental, pues
viene dado por la intrínseca necesidad de supervivencia de la especie. A partir
de ahí, igual que el mensaje inmediato del mito hubo de experimentar la
intelectualización del lógos, la
necesidad de la reproducción se revistió con el amable manto protector del amor
y con la etérea búsqueda del otro: fue el gran logro de la producción literaria
de Platón, cuya sobredosis conduciría siglos más tarde a la paralela sobredosis
de Prozac. Por otra parte, para quienes la dulzaina del amor reproductivo
resultaba aún demasiado prosaica, la alta filosofía acudió en su auxilio, y les
proporcionó otros estadios más elevados y cultos del amor, sin duda una mística
peripatética con que justificar el «alcance de la caza» de sus exaltadas
noches. Pero en todo caso, la falacia de la media naranja ya estaba argumentada
y muy bien apuntalada, y su amargo zumo comenzó a desparramarse sobre los
desvalidos corazones humanos causando abrasiones irreparables.
La imaginería literaria y musical de
todos los tiempos ha sido muy cuidadosa en distinguir las aspiraciones del amor
de las artimañas del sexo, a pesar de que ambos precisan de la concurrencia de
la fatal media naranja. El llamado «amor cortés» da la
medida perfecta del conflicto de intereses de ambos impulsos: el amor es el
lobo con piel de cordero, es el canto de sirena que se entona hasta que ¡zas!,
la víctima cae, y queda al aire la verdadera naturaleza del asunto, que es la
depredación… otra de las múltiples máscaras del odio. Uno de los mayores monumentos
literarios de la Edad Media, el Roman de la Rose del siglo XIII, refleja con
exactitud los escalones progresivos de esta cacería que termina con la
profanación de la Rosa, despojada en apenas una centena de versos soeces del
halo romántico que había mostrado durante los 22.000 precedentes. Largo camino
para tan torpe final. Así que el amor era eso.
El amor romántico como tal se acaba de
perfilar en Occidente precisamente en la Edad Media, tal como sostiene Octavio
Paz en su popular ensayo La llama doble. No es extraño que así sea, en un
tiempo en que las cotas de malla campaban por sus fueros y los libros se
cobijaban en apartadas bibliotecas monacales, alejados de los ojos laicos. El
amor fue un artilugio de ficción inventado para ser desbaratado y causar dolor
con él. Un arma de guerra y de sumisión al poder. De ese concepto del romanticismo derivan
hoy los siniestros titulares que cada día nos afligen con mujeres muertas «por amor»
en una estadística voraz. La pareja única, la exclusividad, la propiedad
privada aplicada a las personas, el mundo intocable del matrimonio o la pareja
como realidad paralela que se rige por leyes distintas a las de los humanos
normales no enamorados, son los legados de esa infección que atenaza silenciosamente
nuestra plenitud y libertad.
Y con semejante panorama, ¿qué pinta
en nuestro horizonte el buen San Valentín? No debería dejar de parecernos sospechoso
que el montaje provenga de la Iglesia, tan poco propicia —en teoría—a los
excesos. En realidad, no sabemos apenas ni quién era el santo protector de los
desmanes del cuore; únicamente estamos al corriente de que en el santoral
católico se contemplan tres posibles candidatos, del que la mayoría de
papeletas las tiene un sacerdote romano martirizado por Claudio II en el siglo
III d.C., que casaba a escondidas a novias cristianas con soldados romanos sobre
los que pesaba prohibición de formar familia, además de regalarles una
florecilla como premio al lío en que acababan de meterse. El santo Valentín
no solo se saltaba la prohibición imperial sino que además con ello causaba
bajas en las filas del culto pagano. La idea de explotar tal cuento se le
ocurrió años después al obispo Gelasio I, ya en el siglo V, cuando vio que no tenía
manera de contrarrestar los arraigados y desmesurados festejos de las
Lupercales en febrero. ¿Qué mejor modo que apelar a una historia edulcorada
para conmover los corazones? Lo cierto es que el epíscopo seguramente nunca
sospechó que tal maquinación iba a tener la repercusión secular que todavía hoy
padecemos. En su ayuda acudieron leyendas múltiples sobre los ciclos de
apareamiento animal (Chaucer recoge en su Parlamento de las aves que es en
febrero cuando los pájaros buscan pareja) y costumbres postales nacidas al
calor de la distancia y las ansias que no se podían aplacar en un tiempo en que
el Whatsapp y su cortocircuito aún no existía.
La veta comercial de la pasión amorosa
se consolidó en la modernidad con el auge de los procesos de impresión, que repercutieron
en la difusión de novelillas de escasa calidad que fomentaron la fábula del
amor inextinguible y asimismo en la producción de postalitas y recordatorios que comenzaron
a generalizarse para dejar testimonio material de la volátil ilusión (en
especial en las cuentas bancarias de los artífices de estas tarjetas, auténtico
boom a mediados del siglo XIX, y que aún siguen prosperando: véase la invasión de las Hallmark y similares). El siglo XX nos sumergió en el suplicio de la
multiplicación de los réditos comerciales de la cosa, y en la
construcción de una iconografía apastelada que nos persigue con sus flechas
cual aterradora pesadilla.
En Valentine, una de sus más hermosas canciones, Richard
Hawley nos dice en un juego de palabras difícil de traducir que no necesita
Valentines ni Rosas (sutil modo de designar a la vez los símbolos
obvios del querer y la tendencia desesperada hacia dos whiskies, el Ballantine's
y el Four Roses) para evocar la feliz alborada feliz del amor. Ese que no amarra ni
duele ni nos cosifica, ese que nos permite olvidar por un fugaz instante que el
hombre y la mujer nacieron para, más o menos cordialmente, odiarse. Feliz
No-San Valentín.