LA PRIMERA ÓPERA DE LA MODERNIDAD

De Claude Debussy se cumple en esta primavera el centenario de su fallecimiento y es de sospechar que, a pesar de la efeméride, no van a ser demasiados los homenajes expresos rendidos a su música en este año en los auditorios españoles. Las señas de identidad del compositor francés son tal vez, y simplificando mucho, la delicadeza y la evanescencia, sin dejar nunca de lado la precisión en la escritura, y es precisamente ese halo exquisito de precioso pespunte el que ha ocasionado que se hable con insistencia del «impresionismo» de Debussy, aun tratándose de un término que éste rechazaba profundamente.
Es probable que, si hubiera que quedarse con una sola obra del músico francés, pocos escogerían la que sin duda es una de sus composiciones maestras: Pelléas et Mélisande, única ópera registrada bajo la autoría de Debussy y, sin exageración alguna, la primera que inaugura la modernidad en un género que tantas alegrías habría de brindarnos en el siglo XX. Pelléas et Mélisande no es ni de lejos una ópera al uso, e incluso no es inverosímil que el mismo Debussy no tuviera meridianamente claro su objetivo real al componerla, pero lo cierto es que con mayor o menor planificación nos legó en 1902 una de las cimas de la ópera contemporánea en audacia conceptual, singularidad de lenguaje y superación de acartonados clichés arraigados durante demasiado tiempo. Desde nuestra perspectiva actual, el mayúsculo logro de Debussy —esa sutileza incomparable, unida a la exaltación de lo simbólico y a la sucesión de escenas en que lo vulgar anecdótico deja paso a la construcción de la historia con asiento en el más elaborado «material sensible» del espectador— se realiza casi silenciosamente, pero lo cierto es que en el momento de su estreno nada discurrió de modo tan armonioso. La opera de Debussy fue recibida como un insulto por la crítica y por otros compositores de los que nunca hubiera cabido esperar tal reacción —por ejemplo, Mahler, o el iconoclasta Strauss, que muy pronto habría de sufrir lo suyo con sus propias óperas, en una suerte de justicia músicopoética—, e incluso el responsable mayor del libreto, Maurice Maeterlinck, fue contrario a la, para él, desproporcionada traducción musical de su obra; opinión, la de Maeterlinck, muy poco atinada, pues la música arropa y ensalza la extraordinaria belleza del texto. Sin embargo, la concepción absolutamente magistral de Debussy voló muy por encima de tales limitaciones.
La historia de Pelléas et Mélisande es aparentemente muy sencilla: un trío amoroso que tiene a Mélisande en su centro, por la que sufren cuitas de amor tanto Golaud, su esposo, a quien ella no ama, como Pelléas, joven hermanastro de Golaud. El sabor de la trama evoca formalmente la iconografía de la Edad Media —el castillo sombrío, la corona y el anillo perdidos, la gruta, las aguas procelosas, los cabellos femeninos como escala amorosa…—, pero Debussy sabe introducir un clima que trasciende lo estrictamente legendario y nos conduce con densidad y tensión suma por los abismos del alma humana: la mezquindad en el seno familiar, la sumisión operada por el terror, el maltrato físico —por desgracia hoy tan en boga— infligido por Golaud a la esposa y al hijo, la pobreza de estratos sociales marginados por el poder. La belleza y la sensualidad más extremas también están presentes, pero son como el haz luminoso de un envés oscuro y sórdido que acaba por prevalecer. El espectador asiste angustiado a una suerte de catarsis final en la que, no obstante, se insinúa el horror que se reinicia en la hija recién nacida de una Mélisande que muere para cederle su ancestral testigo maldito. Puede decirse, entonces, que esta ópera está recorrida por un espíritu hondamente femenino, reivindicativo —en el mejor sentido— de la individualidad de la mujer, que se debate en un mundo injusto y cruel trazado por la más carpetovetónica dictadura de la personalidad masculina.
Pelléas et Mélisande resulta, a tenor de lo dicho, muy difícil de representar, y no es frecuente verla en cartel. Hay que decir que la Ópera de Oviedo se ha marcado un gran tanto al incluirla como broche a su programación en este mes de enero (aún es posible asistir a la última representación), dándose además la circunstancia de que tanto el montaje como el elenco vocal y la sección orquestal han dibujado un conjunto de auténtico lujo. En lo escénico, la atinada firma de los Koering nos sorprende con una propuesta muy contemporánea pero nada estridente, muy limpia y a la vez muy elaborada en los detalles, con elementos refinados y unas proyecciones de gran calidad y perfectamente integradas; se trata de un concepto muy inteligente, que corre muy parejo con el espíritu de la música debussiniana: Koering prima lo simbólico sobre lo material, y de ahí surgen grandes logros como el de la sustitución de la cabellera de Mélisande por un gran chal de reflejos dorados o la resolución de escenas difíciles como el propio acabamiento de la sufrida heroína. Entre los cantantes, el trío protagonista destacó por su equilibrio y compenetración, presentando una ejecución muy redonda, aunque el resto del elenco estuvo también a la altura. La soprano belga Anne-Catherine Gillet como Mélisande exhibió una voz dúctil, de gran soltura en los agudos, y dijo su papel con suma delicadeza, además de encarnar con propiedad la atávica fragilidad de la princesa. Edward Nelson, joven barítono norteamericano, hizo gala de un instrumento firme y rico en matices, y supo representar muy bien las múltiples aristas psicológicas de su personaje, ayudado también de su elegante apostura escénica. Paul Gay, el barítono dramático que se hace cargo del infame Golaud, desplegó un apabullante instrumento, de una potencia sorprendente que no decayó en toda la representación, y con una línea de canto excelente; Gay además conoce a la perfección los registros de su personaje, pues está en su repertorio habitual, y ello se reflejó en su absoluto dominio del papel, a lo que suma su estatura y presencia sobrecogedoras. La otra gran protagonista de la noche fue la OSPA, muy bien dirigida por el canadiense Yves Abel, que extrajo los preciosos colores de la partitura de Debussy y descendió, jugando con contrastes y dinámicas, a perfilar los detalles de la tortuosa ambientación, las tribulaciones de los personajes y el simbolismo de la trama; el viento-madera y las arpas proporcionaron pasajes especialmente encantadores.

PARA ESCUCHAR


Claude Debussy: Pelléas et Mélisande. Henry, Alliot-Lugaz, Cachemaille, Thau, Carlson. Coro y Orquesta Sinfónica de Montreal. Dir.: Charles Dutoit. Decca, 1991 / rec. 2011. 2 CDs.

Dutoit nos ofrece una grabación que seguramente está entre lo más excelso de toda su carrera musical. El director capta la más veraz esencia francesa de la partitura de Debussy, de escritura tan diáfana que puede seguirse incluso sin el apoyo visual escénico. La orquesta de Montreal está en estado de gracia, y lo mismo todos los cantantes. No obstante, acaba de registrarse este otoño de 2017 en LSO Live, bajo la batuta de Simon Rattle dirigiendo la London Symphony Orchestra y con las voces de Kozená, Gerhaher y Finley, una atmosférica versión que bien podría darle la réplica a la clásica de Dutoit.