En
mitad del bosque hay una pequeñísima cabaña construida con apenas unas tablas
que desde su implacable modestia desafía al frío y la humedad. En los
alrededores inmediatos se oye el lamento denso y hondo de un grave instrumento
de cuerda. A veces, también, se oyen conversaciones, de una voz de hombre con
otro par de voces femeninas más jóvenes; pero no duran demasiado las charlas, en
seguida dejan paso al lenguaje cauteloso de la música que, como la llama de una
vela, rasga poco a poco la tiniebla. A veces, incluso, entre la hierba helada,
camuflado para no ser visto, se oyen los pasos de un muchacho que aterido
acecha los sones que se escapan suspirando desde la mísera cabaña. El muchacho
quiere saber por qué esa música lo hechiza, quiere robar el aliento de esa
música igual que Prometeo robó el fuego de los dioses. El muchacho, el hijo de
un pobre zapatero que murió asfixiado por las deudas, tiene la ambición de la
barba que despunta en el rostro aún sin curtir por la cuchilla; el muchacho
sabe tocar el clave y el laúd, pero quiere saber más sobre esa viola que
desgarra el silencio pertinaz de la naturaleza; intuye que si hace suyo ese
secreto, su estrella recorrerá más altos cielos. Así que un día se atreve al
fin a llamar a la humilde puerta del Señor de Sainte-Colombe. Nadie sabe quién
es en realidad el misterioso Señor de Sainte-Colombe; únicamente se sabe que,
en su inaccesible retiro, arranca a su viola sones que parecen destinados a ser
escuchados por seres de otro mundo. El muchacho solicita al maestro que le
dedique tiempo y clases, y recibirá poco de lo uno y lo otro: en seguida lo
despide. Marin Marais toca muy bien, demasiado bien. Para el Señor de
Sainte-Colombe, Marais es un virtuoso, no un músico.
Pascal
Quignard narra este encuentro —real y con personajes y hechos reales, aun con múltiples
ribetes de ficción— con su penetrante estilo habitual en una breve novela
recorrida por un concepto constante, que no es sino la lucha entre la luz y la
sombra: los orígenes oscuros de Marais frente al esplendor cortesano que le
aguarda, la pausada viola del Señor de Sainte-Colombe frente al arco
deslumbrante del discípulo, la música festiva que baila el Rey Sol sobre sus
tacones de oro frente al lamento estremecido e inquietante que convoca al
espíritu de quienes murieron, la partitura que respira apenas en la orilla
umbría de la creación frente al fasto del arte que vive en el aplauso. No es
fácil llevar todos estos asuntos al cine y, sin embargo, hace un cuarto de
siglo, Alain Corneau, sin duda en estado de gracia, obró el milagro en su
película Todas las mañanas del mundo,
de título idéntico al de la obra de Quignard. Una ambientación perfecta, una
bellísima fotografía de inspiración pictórica, un ritmo que recrea la demorada
y reflexiva prosa del escritor francés —de hecho,
Corneau y Quignard trabajaron codo con codo en el guión— y unos actores implicados
y extraordinarios redondean una cinta ciertamente hermosa sobre el complejo
universo de la música clásica —aquí, barroca— y sus aristas. Con todo, la
película se convirtió en un auténtico éxito en especial por la banda sonora,
seleccionada por Jordi Savall e interpretada por él mismo en compañía de sus
músicos del ensemble Le Concert des Nations. Como era de esperar, se
interpretan piezas de Marais y Sainte-Colombe, pero también figuran Lully y
Couperin, además de algunas composiciones anónimas populares. La presencia de
Lully, veinticinco años mayor que Marais, no es ociosa, dada su enorme
relevancia como introductor en Francia de la ópera y del ballet asociado a la
Tragedia Lírica, y asimismo como gran muñidor de los asuntos musicales en la
corte de Luis XIV, pues absolutamente todo pasaba por sus manos. En la película
de Corneau se le rinde en cierto modo un homenaje visual, con Marais dirigiendo
la orquesta con suma vehemencia y con el gran bastón que hiciera tristemente
famoso a Lully, ya que en el estreno del Te
Deum que éste compuso para celebrar el restablecimiento del Rey tras una
larga enfermedad se atravesó un dedo del pie al marcar el compás; desoyendo los
consejos médicos, y por su desmedida afición a la danza, Lully se negó a
extirpar primero el dedo herido, luego el pie y al fin la extremidad completa,
hasta que la gangrena lo invadió y acabó con él tras un calvario de dos meses.
En cuanto a Couperin, que también compuso bellas suites y conciertos al
servicio del Rey Sol y fue organista en Versalles, supone el cierre del ciclo
musical de la época de Luis XIV; la banda sonora de Todas las mañanas de mundo recoge la Tercera de las Lecciones de Tinieblas —así llamadas
por interpretarse siempre en la madrugada de las diferentes jornadas de la
Semana Santa—, una de las cimas de la música religiosa de todos los tiempos,
recorrida por una preciosa circunspección.
En
la película de Corneau, el último encuentro entre Marais y el Señor de
Sainte-Colombe se produce en la noche. El Señor de Sainte-Colombe es ya anciano
y está solo; todas las mujeres de su casa han muerto o desaparecido. Él vive a
solas intentando evocar sus espíritus mediante la música. Marais, ya maduro y plenamente
reconocido, merodea por el exterior de la cabaña como cuando era un muchacho. Vigila
atentamente con el afán de rescatar aquellas piezas que le escuchó al maestro
cuando por breve tiempo lo acogió. Pero nada suena. El maestro habla solo, pero
no toca. Hasta que Marais le oye decir por azar cuánto desearía hablar con
alguien acerca de la música. El antaño discípulo invade con su gloria la ajada
cabaña. Y en una escena conmovedora que parece robada a Georges de La Tour,
Marais aprende al fin, después de tres décadas y a la luz de una vela, para qué
y para quién cobra su verdadero sentido la música, esa que está en el alma de
todas las mañanas del mundo.
PARA ESPIAR
Todas las mañanas del mundo. Estuche
especial 25 aniversario que contiene DVD con la película de Alain Corneau y CD
con la BSO, con Jordi Savall como director musical. 2017.
Edición
especial que permite disfrutar de la película (en Blue-Ray) y la banda sonora
(en Super-Audio) con una alta calidad y a un precio muy razonable (en torno a
los 14 euros). La BSO tuvo la gran virtud en su momento de dar a conocer al
gran público la más bella música francesa del Barroco, interpretada además con
criterio historicista. Fue un auténtico éxito de ventas, hasta el punto de que
Jordi Savall y los suyos creyeron oportuno volver sobre el repertorio con un
nuevo disco de homenaje, que titularon significativamente Diez años después. En
la actualidad, veinticinco años más tarde, aquella película sigue cautivando a
los amantes de la música, y por supuesto también su banda sonora; de hecho,
Jordi Savall está realizando en estos meses una gira de conciertos por Europa con
el mismo programa.