PERENNES LÁGRIMAS ORFEBRES

Philip K. Dick, el devastado y denostado autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, cuyas desorientadas palabras llegarían a inspirar una de las películas de ciencia ficción más conmovedoras de todos los tiempos – Blade Runner–, fue en un tiempo previo a la escritura locutor de radio. Dick, con una afición muy particular por la música barroca, llevaba un programa de música clásica en la emisora KSMO durante su periodo de estudio en la Universidad de Berkeley, con apenas 19 años de edad, y se dedicó también a la venta de discos hasta que el 1952, con 24 años, comenzó a publicar sus primeras historias. Muy poco tiempo después comenzarían también sus visiones e ideas de persecución paranoides, su afección a todo tipo de fármacos y sus deudas; además de este trío de ases, le acompañaron el resto de su azarosa vida dos adicciones antiguas y constantes: la literatura fantástica y la música melancólica del doliente John Dowland. El influjo de las composiciones de Dowland resultó tan poderoso en Philip K. Dick que este firmó como Jack Dowland a modo de pseudónimo en algunas de sus obras; varios de los personajes de sus historias se apellidan igualmente Dowland, y resulta encantador el carácter de Linda Fox, protagonista de la novela La invasión divina, en la que Linda es una cantante cuyo repertorio se basa en versiones de temas de Dowland. Aunque seguramente sea la novela Fluyan mis lágrimas, dijo el policía en la que más explícitamente refleja Philip K. Dick su devoción, con párrafos dedicados de forma expresa a ensalzar las composiciones del laudista inglés y cuyo propio título es una trasposición de la bellísima colección Fluyan mis lágrimas (Flow my tears).
¿Qué tenía John Dowland para llegar a obsesionar a un escritor tan fuera de su tiempo, cuando a duras penas logró ser reconocido en el suyo propio? Dowland realmente había nacido en la primera semana de enero de hace ahora 450 años, vivió entre desconfianzas y sinsabores y cuando murió lo hizo de forma bastante definitiva, sin que nadie se ocupara de él hasta que ya entrado el siglo XX los amantes de la música antigua lo frecuentaran con fruición e incluso compositores de música contemporánea como Benjamin Britten le prestaran atención y homenaje con piezas referenciales como su Nocturnal sobre un tema de John Dowland, op. 70 (1964), obra para guitarra en la que conecta no solo con el material musical propio del autor isabelino, sino también y sobre todo con su espíritu lúgubre y atormentado; muestra evidente de esta conexión intelectual y afectiva serán otras obras de Britten como Lachrymae: Reflections on a song of John Dowland (1950), para viola y piano, que posteriormente, ya en 1976, versionará para viola y orquesta. En el mismo año publicaba Philip K. Dick su Fluyan mis lágrimas, dijo el policía.
Dowland supo bien pronto lo que era la ausencia de aceptación, por la que se declaró semper Dowland, semper dolens, en un extraño lamento que encierra a la vez una poderosa autoafirmación. Tras estudiar en Cambridge y Oxford y acariciar la esperanza de ser laudista en la corte de Isabel I, encuentra que sus anhelos no son en absoluto correspondidos. Piensa que viajando a Francia adquirirá conocimientos musicales que le harán más deseado en la corte inglesa. Allí, sin embargo, se convierte al catolicismo y con ello inicia un periodo de viajes y turbias relaciones en las diferentes cortes europeas que acaban en una conspiración contra la reina Isabel, la conocida como «Conspiración Ridolfi», que pretendía instalar a María Estuardo en el trono de Inglaterra. La conspiración fracasó y ello acarreó, lógicamente, un endurecimiento de la postura de Isabel contra los católicos. El sueño de Dowland cada vez se diluía más, y su fracaso le acabó conduciendo hasta la corte danesa de Christian IV, donde trabajó durante casi una década en durísimas condiciones climatológicas e intelectuales –Rose Tremain recrea esos penosos años del compositor inglés en su novela Música y silencio–; allí, lejos de ser reconocido, fue maltratado por el monarca danés, tan aficionado a la cultura como al despotismo, y Dowland adquirió no pocas deudas, aun a pesar de ser laudista real. Expulsado de los dominios daneses, regresa a Inglaterra y Jacobo I accede a incluirlo entre sus compositores cortesanos. Para entonces, Dowland ha sobrepasado la cincuentena y a duras penas obtiene reconocimiento musical de sus coetáneos. La bruma y la melancolía, más allá de la moda estética imperante de la bilis negra, se apoderan de él con mayor intensidad en un entorno hostil, con graves conflictos religiosos y políticos, muy lastrado por todo tipo de penurias económicas y en el que la violencia por estos motivos era moneda corriente y causa diaria de ejecución en la horca o por descuartizamiento. A los 63 años, Dowland muere silenciosamente. La cristalina esencia orfebre de sus lágrimas sigue haciendo aflorar las nuestras después de cuatro siglos; no hay dolor más puro y exquisito que el que pende del laúd del inmortal John Dowland.

PARA ESCUCHAR

John Dowland: Lachrimæ. Seven teares. Hespèrion XX, Jordi Savall. Sello Auvidis.
En 1604 se imprimió en Londres una colección titulada Lachrimæ, o Siete Lágrimas cifradas en siete pavanas apasionadas, con otras diversas Pavanas, Gallardas y Alemanas, presentadas para el laúd, violas o violines, a cinco partes, y en cuya cubierta se leía la frase latina: «Aut furit, aut lachrimat, quem non Fortuna beavit» («A quien la Fortuna no ha bendecido, ora se enfurece, ora llora»). Bajo el complicado título se esconde una obra iniciática: fue la primera colección para un consort integrado por instrumentos de cuerda que contaba con una parte para laúd escrita en tablatura (letras –en vez de notas– sobre las seis cuerdas dibujadas del instrumento –y no sobre el pentagrama– con indicaciones métricas en la parte superior). El total de la publicación contiene veintiún piezas, evidentemente un múltiplo exacto de la serie de siete «Lachrimæ» que le sirven de pórtico; número de rica simbología y tradición religiosa y hermética.
La propuesta de Jordi Savall cuenta con los mejores intérpretes: Christophe Coin, Paolo Pandolfo, Sergi Casademunt, Lorenz Duftschmid, y por supuesto el laúd de José Miguel Moreno, perfectamente integrado con el resto de componentes del ensemble. El resultado es sobrio pero carnoso y sensual, encantador, con preciosas ornamentaciones.
Para quien quiera apreciar otra alternativa, la más moderna grabación de The King’s Noyse, con Paul O’Dette al laúd y Ellen Hargis como soprano, en el sello Harmonia Mundi, es un perfecto complemento, que además incluye piezas del Segundo Libro de Canciones de John Dowland.